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LA FUERZA

DON JUSTO (jurisconsulto) . —Es cosa hecha.

Don Ángel (propagandista libertario). — ¿La guerra, por fin?

Don Justo. —Al contrario, la paz.

Don Tomás (médico) . —Era de prever. Austria aplastaría rápidamente a Turquía, de modo que ha hecho bien apropiándose lo que puede conservar. Ustedes (a don Ángel), los emancipadores sociales, no quieren comprender que la paz supone la sumisión a un poder más alto. La desigualdad es el fundamento del orden. ¿No han notado la plácida armonía de relaciones entre el hombre y el perro? Fomentar la igualdad, real o imaginada, es multiplicar sin medida las probabilidades de conflicto. Iguales, rivales y enemigos, son términos equivalentes. Bendigamos la flaqueza de Turquía, Servia y demás trozos de ese mosaico de los Balkanes. Los pueblos débiles cuando saben que lo son constituyen una garantía de equilibrio.

Don Ángel. — Habla usted como un jefe caníbal, y me extraña no ver en torno de su cuello el clásico rosario de dientes arrancados a la vecina tribu.

Don Justo. — Los pueblos débiles constituyen una garantía de equilibrio. Esta frase de don Tomás se justifica por el sistema de las compensaciones.

Don Ángel. — No entiendo.

Don Justo. —Es un sistema comúnmente usado en política internacional. Cuando a consecuencia de una guerra desgraciada o de cualquier otra circunstancia adversa, un país fuerte ha sufrido pérdidas en su territorio, en su movimiento comercial o industrial, los demás países fuer-
tes le reconocen el derecho de una compensación, pagada por algún país débil. Éste a su vez exige su respectiva compensación a un país todavía más débil, y el fenómeno se repite hasta llegar a un país demasiado débil para pedir compensaciones a nadie. Entonces todo queda tranquilo. Así Francia, vencida y despojada por Prusia, ha buscado compensaciones en el norte de África. ¿Es posible concebir nada más justo? Austria, expulsada de Italia en 1866, ha buscado compensaciones en los Balkanes. España misma, privada de sus inmensas colonias, ha buscado su compensacioncita en el Río Muni, y ha sido amablemente tratada en Algeciras. ¿En qué piensa usted?

Don Ángel. — En los negros del Río Muni. ¿Quién es el encargado de compensarlos?

Don Tomás. —Ahí termina la serie, y la paz se afianza ¿Pretende usted cambiar las leyes de la física?

Don Ángel. —No es cuestión de física.

Don Tomás. —Le concedo que hay también un poco de química, por lo que se refiere a los explosivos. Y felicitémonos de conocer parte de esas leyes, y de ser capaces de calcular los acontecimientos. Europa no se moverá ante la anexión de Bosnia y Herzegovina, porque sería hacer traición a su historia el ponerse del lado del vencido. Reconocerá los hechos consumados, y no trastornará los métodos tradicionales. Estoy seguro de que la anexión era forzosa.

Don Justo. —Acierta usted. El público cree que Austria ha dado un golpe de mano. Sin embargo, el artículo xxv del Tratado de Berlín estipula que Austria ocupe y administre ambas provincias, con exclusión de toda otra potencia. Desde 1878, Bosnia y Herzegovina han estado prácticamente anexionadas. Los privilegios de Turquía se redujeron a que siguiera nombrándose al sultán en las plegarias y alzándose la bandera otomana en los
minaretes. La moneda turca, naturalmente, desapareció. Se fue dibujando un sensible progreso. Cruzaron la comarca los ferrocarriles...

Don Ángel. — Basta. Asomó el riel. Desde el momento que un salvaje se transporta a vapor, deja de ser salvaje.

Don Tomás (con suavidad) . —Pero don Ángel, ¿qué otro criterio tenemos para distinguir?

Don Justo. — Austria ha sido obligada a puntear las íes. La agitación panservianista, o paneslavóníca, o lo que sea, se ha hecho intolerable, propagando la rebelión y el separatismo dentro de las provincias legales, por la Croacia, la Estiria, la Eslavonia. Añadan ustedes el derecho reciente de Bosnia y Herzegovina a enviar sus representantes al parlamento turco. En las ciudades, una prensa feroz: en los campos, bandas de aventureros discutiendo a puñaladas. Austria, frente a una verdadera revolución, ha obrado como ha debido. Europa entera lo reconoce,empezando por Italia. Hubo un atentado, no al fondo sino a la forma del tratado de Berlín, y el caso es de lamentar, aunque se subsane en una próxima conferencia.

Don Tomás. — Tal es el origen de las leyes: la manía de hacer respetable lo que no tiene remedio.

Don Justo. —¡Oh! No sea usted- así con nuestra maravillosa legislación. Los tratados internacionales son de diferente carácter.

Don Ángel. — Lo que me indigna es que Austria haya elegido el instante en que Turquía, preocupada por la conquista de sus libertades interiores, no estaba dispuesta a defenderse.

Don Tomás. —Por ahora, querido amigo, para ser libre fuera hay que ser esclavo dentro. ¿Por qué corta el acero? Porque sus moléculas están terriblemente encadenadas. Alemania es formidable: ¡setenta millones de ciudadanos dóciles! En el futuro luminoso con que usted sueña, quizá nos permitamos el lujo de ser libres en casa y más allá. Pero Turquía ha mandado hacer cañones. Esperemos.

Don Ángel. -—Confiesen ustedes que si Abdul Hamid tuviera diez veces el ejército que tiene...

Don Tomás. — ¡Bah! Si las condiciones del problema son distintas la solución también lo será. ¿Qué encuentra de particular en ello?


EL ORDEN

Don Justo. —Yo soy un hombre de orden. Estaré siempre del lado del gobierno, cuando no pretenda otra cosa que mantener el orden. Sin orden no hay civilización.

Don Tomás. —¿Qué entiende usted por orden?

Don Justo. —Algo muy distinto de las bombas de dinamita y las locuras de los redentores sociales.

Don Tomás. ~ Yo no veo desorden en eso.

Don Justo. — ¿Qué será entonces el desorden?

Don Tomás. —No lo sé. Creo que no existe. En todo caso es una palabra sin sentido para nosotros. Se prende fuego a una mecha y la bomba estalla. ¿Qué desorden descubre usted ahí? El verdadero desorden sería que la mecha no ardiera y la dinamita no hiciera explosión. Una dinamita insensible a los fulminatos humanitarios no sería dinamita. Son fenómenos desagradables, no lo dudo, pero no tenemos motivo para sostener que el casco férreo
que nos destroce el vientre no haya seguido una trayectoria conforme con las leyes de la mecánica. En torno de nosotros no hay más que orden.

Don Justo. —¿Y también dentro del cerebro de los locos?

Don Tomás. — ¡Claro está! ¿Qué nota usted de extraordinario en que los locos hagan locuras? Lo raro sería que las hiciesen los cuerdos.

Don Justo. —Y no los llamaríamos cuerdos...

Don Tomás. — Evidente. Los locos hacen locuras. La dinamita estalla.

Don Justo. —O los locos son locos y la dinamita es dinamita. ¿A eso se reduce la ciencia que tanto le enamora?

Don Tomás. — Felizmente no. Somos demasiado imbéciles para comprender de un golpe que la certidumbre, la divinidad de nuestra época, no puede ser sino una tautología: "A es A", como decía Fichte, o "yo soy el que soy", como decían los antiguos dioses, que juzgaron inútil meterse en más honduras. Volveremos tarde o temprano al punto de partida. Cuando hayamos eliminado del mundo lo contingente, a fuerza de estudio; cuando hayamos transformado los hechos en fórmulas y condensado todas las fórmulas en una, nos encontraremos cara a cara con un enorme "A es A" o "cero igual a cero", i Qué quiere usted! Si nos sueltan en una selva tupida, o con los ojos vendados en un salón, caminamos en círculo. Y no somos nosotros los únicos. . . ¿No ha observado usted qué odiosamente circular es el universo? Desde los glóbulos de nuestra sangre a los astros y al firmamento mismo, todo es redondo, gira en redondo, con una docilidad lamentable. ¡Feliz usted, que todavía halla desórdenes al alcance de la mano!

Don Justo. — Yo denomino desorden a...

Don Tomás. — ... lo que le sorprende. Es una sensación preciosa, que dura hasta que incorporamos lo nuevo al orden viejo. Si fuéramos infinitamente sabios, viviríamos en el "A es A", y nada nos sorprendería. Bendigamos nuestra ignorancia, que es la que da a nuestra oscura vivienda un brillo de juventud. Los desórdenes se instalan en la realidad, y se convierten en órdenes a medida que nos hacemos menos obtusos. ¿Ha olvidado usted que hubo un tiempo en que la constitución era una proclama anárquica, vigorizada a tajos de guillotina? Es lástima que las agitaciones obreras turben las fiestas del centenario, mas, ¿acaso conmemora el centenario una acción de orden? Si los argentinos de 1810 hubieran respetado el orden, lo que usted llama orden, ¿existiría hoy la Argentina?

Don Justo. — A mí me gusta que me dejen tranquilo...

Don Tomás. — En eso opino como usted. Ambos somos plantas de estufa. Fuera de mi laboratorio, igual que usted fuera de su bufete, me siento amenazado, zarandeado, pisoteado. Los transeúntes tienen los codos mucho más duros quei los míos. Necesito, para prosperar, un clima uniforme y benévolo. Pero reconozco que la mayoría de los hombres necesita un clima trágico. Aparte de las violencias del sindicalismo, los ataques histéricos de las feministas y la elefantiasis de la paz armada, considere usted el recrudecimiento de la criminalidad en casi todos los países. El año 1910 nos ha traído una linda colección de niños asesinos, ladrones y suicidas.

Don Justo. -- La tolerancia de los códigos...

Don Tomás. ~ ¡Bah! El código es tan extraño a las oscilaciones del crimen, como los diques al vaivén de las mareas. Gocemos del orden actual sin figurarnos que es eterno, ni siquiera estable, ni digno de perdurar. Comamos del fruto antes que se pudra, y esperemos sin temblar la marea humana, la marea salvaje que abandonará sobre la playa el botín del futuro.


LA PATRIA

Don Tomás. — Hace tiempo que no le veo.

Don Ángel.— Ando muy ocupado.

Don Tomás. — ¿Conspira usted?

Don Ángel. — Siempre. Mi existencia sola es ya una conspiración. Soy la caja de dinamita

Don Tomás.— Se expone usted a que lo echen al agua.

Don Ángel. — No se atreven a menearme. Pero por muy ocupado que esté, no dejo de enterarme de las ocupaciones ajenas.

Don Tomás. — Que serán menos peligrosas.

Don Ángel. — Y más divertidas. Por ejemplo, la de fabricar patria.

Don Tomás. — ¿Se fabrica la patria?

Don Ángel. — Como el chocolate.

Don Tomás. — ¿Y usted no colabora?

Don Ángel. — Es mejor y anterior fabricar hombres. Además, no estoy en la lista.

Don Tomás. — ¿Qué lista?

Don Ángel. —La lista de chocolateros. Cuarenta y seis justos. Están todos los que son y son todos los que están. Son los buenos, los que han pasado a la derecha del supremo juez. Ellos únicamente pueden fabricar la patria. Únicamente ellos; cuarenta y seis habitantes entre un millón. Son pocos, ¿eh?

Don Tomás. — O muchos. A veces la patria la ha fabricado un hombre. Cuarenta y seis es un número excesivo. ¿Y cómo se arreglarán los cuarenta y seis?

Don Ángel. — No tienen más que "conferenciar", "cambiar ideas" y "ponerse de acuerdo". En cuanto estos apreciables ministros diplomáticos, catedráticos, médicos, abogados y periodistas (cuarenta y seis justos) se decidan, habrá dado solemne principio la patria paraguaya. ¿Qué tal?

Don Tomás. — Muy interesante. Quizá demasiado nuevo. No recuerdo que ninguna patria se haya constituido así. Verdad que soy poco fuerte en historia. Roma, si no desvarío, tuvo un origen más humilde. Estoy casi seguro de que no la inventaron los diplomáticos. ¿Me equivoco?

Don Ángel. — Amigo mío, a Roma la han inventado los historiadores.

Don Tomás. — ¿Y para cuándo es la emisión?

Don Ángel. — Tal vez coincida con la del Banco en proyecto. Es que no bastan los chocolateros. Hacen falta ingredientes.

Don Tomás — ¿. . . ?

Don Ángel. — Sí. Azúcar, cacao, canela. ..

Don Tomás. — ¿. . . ?

Don Ángel. — ¿Cómo quiere usted patria sin un museo paleontológico. . . ?

Don Tomás.,— ¿Paleontológico?

Don Ángel. — ¿Y otro histórico, y otro de pinturas?

Don Tomás. — Pero, ¿quién se ocupa aquí de paleontología? ¿Quién pinta?

Don Ángel. — ¿Y qué importa que no haya pintura? Lo esencial es que haya museo. Que haya oficinas, jefes de sección, directores generales; que haya burocracia. ¡Burocracia! La burocracia es la patria.

Don Tomás. — Evidentemente. ¿Por qué se alborota usted?

Don Ángel. — Porque no me acostumbro a lo de todos los días. Al contrario. Los demás se hacen a los golpes. Se les encallece el lomo. Después de unos cuantos años de contemplar monstruosidades se familiarizan con ellas, las sonríen y las acompañan. Si una infamia ha durado lo suficiente la llaman ley natural. Con esta educación lo bello les parece monstruoso, lo noble infame, la razón anarquismo. No me acostumbro. ¡Y qué lenguaje! Un militar desea ascender: "¡ahí la patria". Un diputado pretende hacer aprobar la resolución que le enriquece: "¡ah!, la patria". Un caballero ansia un viajecito a Europa: "¡ah!, la patria", la patria lo exige. ¿Qué sería de la patria sin el ascenso del militar, la combinación parlamentaria del diputado y el viajecito del caballero? Y si no se trata de servir a la patria, sino de fabricar la patria, ¡figúrese usted! No habrá sacrificio pequeño.

Don Tomás. — Siquiera permita usted que la patria sea útil a unos cuantos. No sea usted intransigente.

Don Ángel. — Soy intransigente, con igual derecho que usted es linfático. Sobre la patria está la humanidad. Si para que haya patria es preciso que la exploten cuatro burócratas, a expensas de la mayoría productora, preferible es que no haya patria. Han cambiado los tiempos, don Tomás; antes, si la patria desaparecía, desaparecía todo. Hoy, si la patria se va, quedarán los hombres.

Don Tomás. — Bueno. No le discuto. Sabe usted que soy especialista, enemigo de lo poético. Le digo lo siguiente: que acabará usted mal. Piense en sus nenes.

Don Ángel. — Porque en ellos pienso con amor infinito no callaré nunca.

POLITIQUERIAS


Don Tomás. — ¿Qué me dice usted de los sucesos de Buenos Aires? Figueroa Alcorta es un presidente a la rusa. Ha desalojado a los senadores como un casero irascible.

Don Ángel. — Consecuencias de la farsa democrática.

Don Tomás. — No sea usted ingrato. Le dejan a usted atacar las instituciones a gusto de pluma, y usted se aprovecha. Sabe que no le quemarán vivo, como en aquellos siglos libres de farsa.

Don Ángel. — Creo que en éstos la suma de tiranía es la misma. Quizá mayor. Está distribuida de otro modo. Es un torrente que antes se hubiera llevado mi choza y que hoy pasa un poco más allá, sin tocarme. La topografía social es distinta. Hay otros barrancos, pero no menos profundos.

Don Tomás. — En fin: usted se ha quedado en seco.

Don Ángel. — No se juzga peligrosa la palabra. "¡Que aúllen!", murmuran los del cofre, "así se desahogan". Las teorías subversivas son válvulas de seguridad. El primero que intenta poner en practica lo que aconseja es brutalmente sacrificado. Las mordazas han caído; las lenguas están sueltas y las manos más encadenadas que nunca. Han abierto un ventanillo en lo alto del calabozo. Se ve el azul del cielo a través do unas rejas tan sólidas
como el muro en que se encastran.

Don Tomás. — Se ve el cielo.

Don Ángel. — Sí. Los del cofre se equivocan cuando permiten cantar a los que reman en la galera social. Se equivocan en su indiferencia a los progresos de la idea pura. Esa indiferencia, sin embargo, es un signo de su confianza. Se sienten muy fuertes. Además, el pueblo ama el látigo.

Don Tomás. — Hay maridos que sí no pegaran a sus mujeres no serían amados. La multitud es hembra.

Don Ángel. — El pueblo argentino está con su presidente. ¿La ley? ¿Qué importa la ley? No son leyes lo que necesitamos, sino hombres. La masa, asombrada al descubrir rasgos de humanidad en el supremo magistrado de la república, le aplaude. "Los diputados le aburrían y les ha echado a puntapiés. ¡Bien hecho!" ¡La masa aplaudiendo al dictador y silbando a sus propios representantes, es decir, silbándose a sí misma, según la constitución! ¡Admirable resumen y sátira del parlamentarismo!

Don Tomás. — Tal vez la opinión encuentra el despotismo instalado en las cámaras. Cámaras famosas, bolsa de negocios secretos, palacio real restaurado en que sólo subsisten antesalas y cocinas, conclave de cómicos que no discuten a careta quitada ni apenas se reúnen sino cuando se trata de votar subida, de sueldos. ¿Eh? Esta parrafada es angelical.

Don Ángel. — El sufragio... los ciudadanos eligiendo al más digno... Es cosa de morirse de risa.

Don Tomás. — El sufragio es beneficioso. La plebe está provista de una riqueza nueva. La situación ha mejorado. Puede vender su voto, aunque sea por un cigarro, por un vaso de vino. Tabaco, alcohol, ¡consuelos deliciosos!

Don Ángel. —Si las elecciones son reñidas, no es difícil recibir como premio al civismo un puñal o un revólver. Pero por lo común se marcha a las urnas a sablazos y a patadas. Dos o tres asesinatos son de regla en los comicios de mayor actividad. El afán de ejercer los derechos políticos es en ciertos momentos tan imperioso, que hace salir a los presidiarios de sus mazmorras.

Don Tomás. — Y a los difuntos de sus tumbas.

Don Ángel. — ¿Conoce usted la frase del Bouteíller de Barrès: "¿Cómo pretenden que me preocupe de no mancharme la levita en el instante mismo en que equilibrio del presupuesto del Estado?" Y Bouteiller era decentito. Los parlamentarios de todos los países nos repetirán: "¿Con semejante oficio quieren ustedes que no nos manchemos?" Los matarifes huelen a sangre; los curas a cera; los políticos a pasillo sucio.

Don Tomás. — Buen olfato.

Don Ángel. — Barrès...

Don Tomás. — ¡Dale! Basta, basta. ¡Qué memoria!

Don Ángel. — Cambio de autor. Unamuno, un español capaz de abstraer y de generalizar, otro fenómeno, al comentar el pasaje del Quijote en que el héroe desbarata las figuras del retablo de Maese Pedro, suspira: "Un retablo hay en la capital de mi patria y la de don Quijote...y se mueven allí, en el parlamento, las figurillas de pasta, según las tira de los hilos maese Pedro. Y hace falta que entre en él un loco caballero andante, y sin hacer caso de voces, derribe, descabece y estropee... "

Don Tomás. — El retablo porteño ya se ha derribado.

Don Ángel. — Y el público ha respirado. Ese público, reventado siempre, no es tonto. Se pregunta: "¿Quién me revienta?", y se responde: "Fulano de Tal"; lo que vale más preguntarse: "¿Quién me revienta?", y responderse: "Una mayoría". ¡Una mayoría! ¡La hidra acéfala de cien tentáculos! Mejor se combate a una persona, por bien armada que esté, que una epidemia legalizada.

HARDEN-MOLTKE


Don Ángel. — Ese Harden nos ha resultado un justiciero.

Don Tomás. — Antes tenía otro oficio. Fue actor, y según se cuenta no le faltaban aptitudes. Ahora es periodista. Hace justicia cuando en ello hay escándalo. El proceso Moltke habrá quintuplicado el tiraje de la Zukunft. Harden es un buen periodista.

Don Ángel. — Ciertamente que para fulminar a los amigos del emperador un Zola sería preferible. La pluma de Harden, por bien tallada que esté, es demasiado alegre, demasiado frivola. Pero no siempre tenemos Zolas a mano. Lo importante es que se diga la verdad. Cualquier boca sirve.

Don Tomás. — ¿Y qué es la verdad? Pilatos dudó de la divinidad de Cristo. Renán, después de mil ochocientos años, dudó también. Esto es para desanimar a los hijos de Dios. En cambio, la crítica favorece a los criminales. El método cartesiano salvó a Dreyfus. Los historiadores están muy ocupados en rehabilitar a Tiberio. ¡Sí, querido don Ángel! Tácito es un panfletista audaz, una especie de Harden. ¡Revisión, revisión continua! El conde de Moltke volverá tal vez de la Isla del Diablo. Admito, sin embargo, que ha cometido un funesto crimen. Ha imitado a Sócrates.

Don Ángel. — ¡Caramba, don Tomás! ¿Toleraría usted el... la...?

Don Tomás. — ¿La homosexualidad? Y usted, ¿tolera a los variolosos, a los apestados? ¿Los entrega usted a los tribunales? Antes se quemaba a los histéricos. Se les llamaba brujos. Ahora se condena a los Osear Wilde a trabajos forzados. Con la diferencia de que los homosexuales no son excesivamente contagiosos. La ciencia...

Don Ángel. — ¡Ya salió la ciencia!

Don Tomás. — Si no tenemos otra cosa...

Don Ángel. — Hay hechos científicos y hechos que no lo son. He aquí lo que no le puedo meter a usted en la cabeza. ¿Cree usted que la repugnancia suprema, fatídica, que nos inspiran los invertidos, no es un dato legítimo, tan legítimo como sus famosos dates de laboratorio o de clínica? ¿Cree usted que el instinto de conservación que nos impulsa a separar, a despedir de nuestra sociedad ciertas monstruosidades, no es tan real y tan práctico,
o más, que su instinto de crítica y de especulación? Antes de clasificar a las víboras, se las aplasta.

Don Tomás, — ¡Bueno, bueno! Declaremos culpables a los monstruos. Procreemos a los fetos de tres piernas. Confiéseme usted, no obstante, que si no se tratara de altos señores no se mostraría usted romántico a tal punto. Un homosexual sin pretensiones, de Montmartre del Liceo Rius, no despertaría en usted la aversión bíblica, ¡qué bíblica!, apocalíptica de que habla. Recuerdo que los Lorraín y los Verlaine han encontrado en
usted mayor indulgencia. Pero la ignominia de Moltke, después de la del príncipe de Eulenburg y de los colosales robos de Poldbiesky, le exalta a usted. Es que Moltke y Eulenburg y Poldbiesky eran los acólitos de un poder estupendo, los monopolizadores de un mangoneo nacional, los íntimos del kaiser. El caso Wilde para usted es un caso; el de Moltke un argumento. Y si algún día, el mismo Guillermo... ¿eh? ¡Qué triunfo, don Angel! Pe-
diría usted la pena capital...

Don Ángel. — ¿Y qué?

Don Tomás. — ¿Cómo y qué? Usted, el apóstol de la equidad, ¿juzgaría según las personas? ¿Pesaría los delitos, si delito hay, con dos balanzas?

Don Ángel. — Naturalmente. El fenómeno individual será idéntico; el social es diferente y lo social es lo que interesa. Acusemos al rico, porque es más temible queel pobre. Acusemos al educado y al instruido, porque son más peligrosos que el rudo. Un bandido, indigente y vagabundo, es excusable; quizá tenga razón en lo que ejecuta. Pero si el bandido está sentado en un trono, hay que bajarlo a tiros.

Don Tomás. — Noventa y tres.

Don Ángel. —Está usted corrompido por la ciencia...

Don Tomás. — Corrompido ingenuamente, se lo aseguro. Corrupción cómoda. ¿Tanto le molestan a usted el telégrafo y los rayos X?

Don Ángel. — No me refiero a esos juguetes, sino al espíritu. A usted le parecen sujetos semejantes Moltke y Wilde porque es usted un sabio. A mí me parecen distintos porque soy un hombre. La ciencia analiza, es decir, destruye. Falsea, puesto que aisla. Miente, puesto que descompone.

Don Tomás. — ¡Qué quiere usted, don Ángel!, comprender es descomponer. . . ¿Nos amputaremos el cerebro para pensar mejor? Noto que caemos en nuestra sempiterna disputa metafísica. Tornemos a Moltke.

Don Ángel. — Tornemos. ¿Leyó usted la declaración de la esposa? ¡Qué ferocidad!

Don Tomás. — Estas Walkyrias no perdonan que un marido las respete tan profundamente.

REGICIDIOS

Don Ángel. —¡Y sigue la racha!

Don Tomás. — ¡Pobres reyes! Me los figuro por las mañanas, restregándose los ojos, y preguntándose: ¿será hoy? Me los figuro en la calle, prisioneros en su coche ante la multitud, contestando con una sonrisita crispada a las sabidas ovaciones del pueblo, y pensando en la bala sincera, en la bomba elocuente. Ya no nos impresionan apenas los atentados. Se vuelven monótonos. Nos parece natural el espantoso fin de don Carlos. Y al terminar los telegramas del día no se nos ocurre más que esto: ¿a quién le toca? ¿A Guillermo? ¿A Alfonso?

Don Ángel. —Todos caerán. Ellos o sus hijos.

Don Tomás. —¡Pero caer así, fusilados como perros! ¡Y ese infeliz muchacho! ¿No los compadece usted?

Don Ángel. —Los compadezco. Compadezco también a los asesinos. El monarca tenía probabilidades de escapar. Ellos, no. ¿Quiénes eran?¡Empleaditos de comercio! ¡A qué extremo había llegado la desesperación de los portugueses! Un puñado de humildes héroes mató al rey.

Don Tomás. —¿Héroes?

Don Ángel. — Casi todos los heroísmos que la historia nos recomienda son asesinatos. Encuentro que los regicidas lusitanos han influido en la política más heroicamente que Napoleón, el cual, con menor riesgo de su persona, sacrificaba cientos de miles de hombres a las perfidias de su eléctrica estrategia. Si hubiera estado en mi mano impedir el crimen, lo hubiera hecho. Abomino la violencia, porque es la interrupción del pensamiento, porque es desconfiar de él, porque es efímera, aleatoria y torpe. Pero no siempre las ideas se resignan a la palabra. Para ciertos temperamentos, la pluma es menuda y tardía... Hay poco acero en ella. La dejan por el puñal, que les parece más largo. Error.

Don Tomás. —¿Entonces?

Don Ángel. —No debemos, sin embargo, condenar la idea, por inesperados y feroces que sean sus efectos en un alma impulsiva. ¡Caso curioso! Los impacientes republicanos de Portugal son novelistas, historiadores, poetas, estudiantes. El partido nació en el cerebro del país, en Coímbra. Fechas importantes: el centenario de Camoens, el secuestro del libro de Basilio Telles, Do Ultimatum al 31 de Janeiro. Los grandes acontecimientos lite-
rarios provocaban motines. Delante de esta gente, la única que reflexionaba y escribía, indignada con razón de la bancarrota oficial, del despotismo necio y de la ignominia persistente que convertía a la patria en feudo de Inglaterra, ¿qué era don Carlos?

Don Tomás. —Un buen señor gordo que se distinguía mucho en el tiro de pichón.

Don Ángel. —Exactamente. Ha perecido como sus víctimas. ¿Por qué? Porque pudo librar a Portugal de Franco, ese Narváez sin uniforme, y no lo hizo. Ahora que la desgracia pasó, y no tiene remedio, confesemos que ha sido útil. El joven heredero, después de proclamar que mantendría los ministros, aceptó la renuncia del gabinete. ¡Ya lo creo! Aquellos secretarios eran peligrosos. Deploremos el homicidio y felicitémonos de las consecuencias. Franco desaparece. ¿Se calla usted?

Don Tomás. —¿Firmaría usted lo que dice?

Don Ángel. —¿Y por qué no? ¡Ay del escritor que no se siente capaz de firmarse!

Don Tomás. —Esta conversación, firmada, le enajenaría la mitad de sus lectores.

Don Ángel. —Tal vez. Aunque me enajenase todos no me detendría. Prefiero la soledad al remordimiento. Pero ¡quién sabe! Argumentaría. ¿Cómo? Nos hablan de Bruto en la escuela con la admiración que merece un ciudadano ilustre, ¿y he de maldecir a los vengadores de Lisboa? Usted recordará lo que era para nosotros, de niños, la muerte de César. Un final de tragedia clásica. Bruto, con dos o tres amigos, se acercaba majestuosamente; los personajes se medían con la mirada. La justiciera hoja entraba despacio en la carne del semidiós. Luego había lo de tu quoque, y lo de cubrirse con la toga. Cuando crecí me enteré mejor. Sesenta u ochenta conjurados, trémulos de miedo, se lanzaron rabiosamente sobre César, cosiéndole a puñaladas. Allí no hubo frases ni arreglos de toilette. Fue una cacería inmunda. El herido intentó defenderse, conmovedor detalle, con su estilo. Era
tal el pánico de los matadores, que escaparon abandonando varias horas el cadáver en el Senado desierto. Los dos bandos estaban poseídos del mismo terror. ¿He de respetar a los asesinos de César, porque eran senadores y altos funcionarios, y estaban protegidos, y he de conminar a los de don Carlos, porque son modestos trabajadores, y han ido a morir sin salvación posible? El rey era padre y esposo, mas ¿quién le obligó a ser rey, y a ser mal rey? ¿No eran padres y esposos los que han sido enviados por los reyes, en cien ocasiones, a sucumbrir en guerras fríamente preparadas? Triste, lamentable es lo acaecido, pero hay circunstancias atenuantes, y es preciso tener el valor de señalarlas en seguida.

Don Tomás. —¿De modo que usted, valeroso don Ángel, absolvería a los delincuentes?

Don Ángel. —Me horripila juzgar. No obstante opino que un jurado, de esos que absuelven a los machos-fieras, llamándoles pasionales, no se contradiría al absolver a los enfermos de pasión republicana.

DIÁLOGOS CONTEMPORÁNEOS

El anarquista. —¡Salud, débil rey!

El rey, —¡Salud, anarquista torpe!

El anarquista, —La fabricación de la dinamita no es un secreto de Estado. Repetiremos indefinidamente la tentativa fracasada.

El rey. —Te agradezco el reclamo. Nos hacéis por fin interesantes. Concluido el tiempo en que bajo la armadura cincelada capitaneábamos nuestras huestes, despojados del poder político y hasta del privilegio de ser más ricos que nuestros subditos, nos consumíamos en nuestra insignificancia. Sólo temíamos algo de nuestras indigestiones o de nuestros médicos. Ahora añadimos al riesgo del automóvil desbocado el de la explosión siniestra.
Volvemos a ser la cumbre amenazada por el rayo, y recobramos un poco de nuestra antigua majestad. Mi mujer, reina de España, acepta tu bomba como el mejor regalo de boda.

El anarquista. —Di que al cabo el miedo se acuesta con los reyes. Antes mandabas soldados dignos de abrazarte en el campo de batalla. No alquilabas un ejército de espías. Ayer el triunfo; hoy el terror. No son los mineros los únicos que tiemblan en la sombra rastreando el próximo estallido. La química es irreverente.

El rey. —Y tú, en el fondo de tu conciencia, eres reverente. Eres hijo de los robustos esclavos que a latigazos erigieron las pirámides y los acueductos de Roma. El alcohol del sábado ha trastornado tu cabeza ruda, y quisieras sentarte en mi trono agrietado.

El anarquista. —Quisiera sobre todo sentarme a tu mesa. Tengo hambre de veinte siglos, y la hostia es ya escaso alimento para nuestros estómagos. Nos hemos convencido de que Dios nos engañaba, porque estaba de acuerdo con vosotros para ponernos una mordaza mística. Si para ti acabaron las guerras caballerescas o sagradas, para mí acabó la aventura y el botín. Era perro de presa, y no bestia de carga. Yo quedé igualmente destituido de poesía. Derramaba sangre roja, y chorreo sudor sucio. Hemos perdido la fe. Nos cansamos de fabricar vuestra riqueza estúpida. De vuestro oro no salen ya templos, ni de vuestro corazón muerto, empresas sublimes. Habéis envejecido dentro de vuestro lujo inútil, mientras nosotros, desnudos y desesperados, nos conservábamos jóvenes. Y en nuestra locura emancipada lanzamos la muerte a la cabecera del banquete. Con un gesto suicida decapitamos las naciones.

El rey. —Las testas retoñan.

El anarquista. —Pero somos innumerables. Cuchicheamos de un extremo a otro del mundo, y sentimos en nuestro pecho la llama feroz de las sectas primitivas. Morímos envueltos en un misterio terrible. La tortura, al hacer crujir nuestros huesos en la noche de los calabozos, consagra para siempre nuestra agonía. Somos la fatídica religión nueva, bautizada de crímenes.

El rey. —Somos fuertes. El dinero amuralla nuestras vidas. Guardamos en nuestra estirpe el honor de las razas. Todavía hay un cetro en nuestra mano y un prestigio en nuestra figura. Tornamos a ser héroes de un momento. Un pueblo alucinado disloca la historia y me aclama como en la Edad Media. Subiré al tálamo regio cubierto del glorioso horror del combate, y seré para mi blanca princesita del Norte un príncipe de verdad.

TEORÍA DEL HONOR Y DEL INSULTO

DON TOMÁS. —Me encuentra usted leyendo un bonito artículo

Don Ángel. —¿Usted, que no toca nunca los diarios?

Don Tomás. —Es que este artículo pertenece a una categoría especial: es insultante. Los movimientos del odio me interesan. Por una casualidad dichosa, sé que una de las acusaciones aquí lanzadas no tiene base física. Se trata de un abogado que retuvo algunos días en su casa las joyas y efectos de una cliente suya, la cual se había ausentado de pronto, exponiendo el valioso equipaje al robo irremediable y anónimo. Bajo inventario, delante de testigos y según acta varias veces publicada, el abogado depositó el cuerpo del futuro delito en las arcas del juez. ¡Pues nada! A pesar de tan sencillas pruebas, el pobre hombre, mientras viva, pasará por ladrón de alhajas. Cuando usted llegó, me hallaba yo reflexionando sobre la bella fecundidad de la mentira.

Don Ángel. —Lo cierto es que la verdad no tiene valor social. En cambio los errores comunes son bastante robustos para llevar el peso de una civilización. Un ataque personal que no inventa y adorna, de acuerdo con el ambiente, un ataque fundado en hechos verificables no aplasta. Nadie cree la verdad. Lo que se demuestra se refuta. Lo que se sugiere, vence. La verdad no afirma: duda. No afrenta: explica. La mentira mata. No es la luz la que
mancha, sino el lodo. ¿Cómo deshonrar al prójimo sin deshonrarnos nosotros mismos? Somos solidarios. La única acción justa sería comprender, perdonar y curar.

Don Tomás. —Se puede sostener en efecto que la verdad no es humana. Si nos emancipáramos un poco de Lamarck, nos fijaríamos, no sólo en la influencia del medio sobre la especie, sino en la de la especie sobre el medio. Nos es imposible entender el Universo sin transformarlo de un modo positivo y durable. Nos es imposible digerirla verdad cruda. Hay que adobarla y guisarla y ensalzarla en nuestros laboratorios y gabinetes. Por eso el que
insulta debe, para ser escuchado, ejercitar su fantasía, mucho más humana y contagiosa que la exactitud.

Don Ángel. — Basta enunciar el insulto para darle toda su fuerza. No importa que el insultado sea inocente;es insultado. A él le atañe probar su honorabilidad y recobrar lo perdido. Tiene que probar que cada minuto de su existencia ha sido honorable hasta el momento del insulto. Pero como semejante empresa es absurda, el efecto del insulto es casi eterno. Alcanza hasta la cuarta generación. ¡Calumnia, que algo queda!

Don Tomás. —Presenta usted mal la cuestión. Se diría que para usted el insulto goza de una virtud intrínseca, y es fórmula de exorcismo al revés, que mete los demonios en el cuerpo en lugar de sacarlos. El que insulta siempre tiene razón, cierto; en cuanto yo insulte arbitrariamente, y con energía, pondré a las gentes de mí parte. ¿Por qué? ¿Manía de aritméticos, que suponen una suma fija de ignominia destinada a la humanidad, y que se alegran de que les caiga en suerte a los otros el mayor lote? No: es que los hombres suelen ser viles. Muchas de las enfermedades que frecuento no son sino la sombra que los vicios del alma proyectan en la carne. Los hombres son viles. Al declarar vil a un hombre determinado, planteo una proposición sumamente probable

Don Ángel. —¡Bah! Murmure usted al oído del vulgo que el joven más vigoroso de la capital es involuntariamente casto, y no habrá quien le contradiga.

Don Tomás. —El insulto pintoresco es irresistible. Hay una estética del insulto.

Don Ángel. —Ello es que el honor depende del capricho de cualquiera que no tema una venganza individual.

Don Tomás. —¡No! El honor se lava.

Don Ángel. — ¡Ah! ¿El duelo? Déjeme reír.

Don Tomás. —No se ría usted. Examine. El honor es tan delicado que un soplo lo empaña, aunque sea el aliento de una víbora. También la conciencia católica, al soplo de un breve pensamiento, se ennegrece con el pecado mortal. No es razonable que seamos todos infames, ni que todos vayamos al infierno. La conciencia católica se lava, don Ángel; el honor lo mismo. Es necesario el sacramento. El duelo es un sacramento civil; sirve para desagraviar
al público-Dios; es un sacrificio ritual. La espada es la hostia, y los padrinos los sacerdotes. Tenemos un clero del honor, representantes vitalicios de los caballeros miembros de los juris de inapelables sentencias. El insultado vuelve a la gracia mediante la trascendental ceremonia del terreno. ¡Ay del que falte a la sagrada regla! ¡Ay del que muerda la hostia! ¡Ay del sacrílego! ¡Atención a las palmadas! Si os equivocáis, seréis malditos y excomulgados. Os echarán del templo, cosa peor que la muerte. Saquead, mentid, torturad y escarneced, pero no pinchéis a destiempo. En Buenos Aires, por una estocada
prematura, ha sido ejecutado un duelista. Rompió las hostilidades, como el Japón, contra los cánones diplomáticos. No fue suficientemente culto para asesinar a la voz de mando. Careció de disciplina. Obedeció a sus instintos primordiales. Profanó el sacramento.

Don Ángel. —Si nos insultan, don Tomás, ¿qué haremos?

Don Tomás. —Cerraremos las puertas, y seguiremos conversando.




EL NEOPLASMA

DON JUSTO. — No todos los jefes de policía son Trepoff. Ahí tiene usted a M. Lépine...

Don Tomás. —Que ni siquiera se atreve a titularse jefe. Es prefecto.

Don Ángel. —Pero no perfecto.

Don Justo. —Es usted de una exigencia insensata. ¿Se puede ir más allá, dentro del criterio democrático, que ese viejecito tan hábil y tan firme? En el tumulto Ferrer le dispararon un tiro a boca de jarro. ..

Don Ángel. — Del que salió ileso. Un reclamo gratis para su autoridad.

Don Justo. — Y en la sala del tribunal, ante su agresor, declaró con voz amable que el fogonazo le había deslumbrado, y que no había visto nada.

Don Ángel. — No se estremezca usted. Si M. Lépine trata bien a sus enemigos particulares, trata mal a sus
colaboradores, a sus empleados más meritorios, a sus
agentes o "guardianes de la paz", que llamaríamos aquí; vigilantes, y en España guindillas. ,

Don Tomás. — ¿Qué les ha hecho?

Don Ángel. — ¿Qué les ha hecho a los pobres diablos que por un sueldo ridículo aguantan el sol y la lluvia, expuestos a todo género de accidentes, y encargados de entendérselas con el loco y con el criminal, con los caballos desbocados y con los perros hidrófobos? ¿Qué les ha hecho? Les ha prohibido asociarse.

Don Justo. — La ley...

Don Ángel. — Lo curioso es qne la ley francesa de 1901 permite asociarse a los ciudadanos. M. Lépine, o no con-
sidera ciudadanos a sus agentes, o viola la ley.

Don Justo. — Al fin le veo a usted partidario de las leyes.

Don Ángel. — Soy partidario de la justicia. Lo Justo está por encima de lo legal, y quedarse todavía por debajo de lo legal es el colmo de lo injusto. La ley es el purgatorio humano. Evadámonos de ella hacia el paraíso, no hacia el infierno. Lépine explica sinceramente la situación. "No tolero asociaciones de semejante índole", ha dicho. Desde la huelga de los empleados de correos hemos comprendido lo peligroso de estos favores. Que se contenten con las sociedades que han fundado ya.

Don Justo. — ¡Hola, hola!

Don Ángel. — Tranquilícese, tranquilícese. Una de las sociedades se denomina "Orfanato de la prefectura", otra el "Óbolo de la viuda", sociedades de beneficencia, resignaditas y juiciosas, que hacen el encanto de los jefes de policía.

Don Tomás. — Quistes superficiales.

Don Ángel. — Pero pasaron de moda. El proletariado dejó hace tiempo la beneficencia por la resistencia, el tono lacrimoso por el imperativo, y los agentes de M. Lépine reclaman el derecho de asociarse, no para ponerse cataplasmas unos a otros o para jugar al billar, sino para la lucha cuerpo a cuerpo con los Lépine actuales y futuros. Y he aquí que M. Lépine se disgusta. "Es absurdo. exclama, conceder el derecho de asociación a hombres
armados y organizados militarmente".

Don Justo. — ¡Claro está!

Don Tomas (con acento lúgubre). —Epiteliomas, carcinomas.

Don Ángel. — ¿Qué dice usted?

Don Tomás. — Que el socialismo y el anarquismo son neoplasmas. Los sindicatos son tumores. Examine usted, por ejemplo, el caso de los agentes de M. Lépine. Ha caído en ellos el germen infeccioso de la idea emancipadora, y estas células del organismo social se han coordinado o se quieren coordinar de otro modo, a expensas de los recursos colectivos, y en contra de la unidad a que pertenecen y que concluirán por destruir, sucumbiendo con ella. Es el proceso del cáncer. Un cáncer es un gremio en "acción directa".

Don Ángel. — ¡Oh!

Don Justo. — ¡Sindicatos en el ejército! ¡Las fibras musculares negándose a obedecer las órdenes del sistema nervioso! ¡Y hay quien cree que el progreso consiste en esos ataques de parálisis!

Don Ángel. — Conviene que estemos paralizados para el crimen.

Don Justo. — La imagen de don Tomás es exactísima. El proletariado moderno es un neoplasma aniquilador.

Don Tomás. — No, no es exactísima; es por el contrario bastante inconsistente. Las analogías entre lo biológico y lo social son puras metáforas. Así mientras el cáncer avanza proliferando elementos nuevos, el sindicato avanza asociando elementos antiguos, que se reducen a cambiar de disciplina. Esta degeneración...

Don Ángel. — O regeneración.

Tomás. — ... recuerda las cerebrales. En el cerebro las células proliferan muy difícilmente. Es la esterilidad de los países que han alcanzado el apogeo de su cultura. Nuestra sustancia gris no aumenta su efectivo; lo que hace es combinarlo y recombinarlo con inagotable originalidad. Al pensar movemos siempre las mismas piezas, pero el tablero es grande. Desde este punto de vista, el sindicalismo sería una especie de locura.

Don Ángel — O de genio. . .

Don Tomás. — Sin embargo, si volvemos a la imagen del neoplasma, que tanto satisface a don Justo, debemos reconocer que, a los ojos de un médico, un feto se desarrolla como un cáncer cualquiera. La concepción es un fenómeno infeccioso. Todos nosotros hemos sido tumores —simples tumores— en los vientres de nuestras madres. ¿Qué es lo que la sociedad de hoy engendra en su seno? ¿La vida o la muerte?

Don Justo. — La muerte.

Don Ángel. — La vida.

Don Tomás. —Yo no lo sé, sin duda por haber estudiado más a fondo la cuestión. Y no estoy impaciente por saberlo. La verdad no es divertida. Lo divertido es buscarla...



LOS HIJOS DE ALFONSO XII

DON ÁNGEL. — ¡Cómo me reconfortan las noticias de España! Son para mí un verdadero refrigerio, según la expresión mística.

Don Tomás. — ¿Alguna bomba?

Don Ángel. — Eso está descontado. Barcelona se encarga de tocar a muerto por los Borbones, con su gran campana de dinamita. Me refiero a una explosión ratonera de ignominia aristocrática.

Don Tomás. — Ya lo veo a usted con la rienda al cuello. ¿Qué sucede?

Don Ángel. — Sabrá usted que el difunto don Alfonso...

Don Tomás. — ¿Lo volaron ya?

Don Ángel. — Hablo del padre, del número XII.

Don Tomás. — ¿Llegaremos al XVI?

Don Ángel. — No creo. Entre los muchos Alfonsos que calentaron el trono español, hubo sabios y castos. Un pequeño porcentaje. Alfonso XII no fué casto. Le gustaba galantear. Honró varias familias con sendos hijos naturales. Tuvo dos de la cantante Elena Sanz, que reclaman hace años lo que según ellos les corresponde. Los primeros abogados del país tercian en el asunto. ¡Expectativa pública!

Don Tomás. — No encuentro nada de particular en lo que usted me cuenta. Un rey que usa de su sexo, un par de herederos inoportunos, una bandada de togados cuervos graznando alrededor elocuentemente, y orejas de asno en la barra; la vida normal. ¿Dónde está la ignominia?

Don Ángel. — La vida normal es ignominiosa.

Don Tomás. — Aceptable punto de vista.

Don Ángel. — Y la ignominia especial de este pleito no está en el augusto adúltero, ni en la pretensión que formulan sus semiaugustos descendientes, dignos de bordarse el escudo real entre el forro de los calzones, ni en los picos de oro —¡figúrese usted! Melquíades Alvarez, el orador eximio—, picos que cotorrean bien y embuchan mejor, ni en la curiosa avaricia de la reina viuda, que quiso inútilmente arreglar el sucio negocio mediante una
pensioncita de veinte mil pesetas, no; la ignominia está sobre todo en los testigos.

Don Tomás. — ¿Que testigos?

Don Ángel. — Los nobles testigos. Los Altavilla, los Sesto, los Benalúa, los compinches del augusto adúltero, los comparsas de orgía, los que rebañaban la vajilla de plata y añadían a sus blasones el de ser comisionistas del harén alfonsino.

Don Tomás. — No se apasione usted, don Ángel, todo eso es normal.

Don Ángel. — Ya me carga usted con lo normal, usted, consagrado a corregir y remediar lo anormal.

Don Tomás. — Anormal es una palabra cómoda, destinada a indicar matices de lo normal. Todo es normal,
porque todo forma parte de la naturaleza, y las mismas leyes rigen la enfermedad y la salud. Pero ¿qué pasó con
los nobles testigos?

Don Ángel. —Los nobles testigos. después de jurar noblemente antes su amigo el Dios de los católicos, decir la verdad -supongo que este rito continúa-, declararon no saber jota de lo que se les preguntaba; no conocían a los hijos de Elena Sanz, ni a Elena Sanz, ni habían oído nada de pleito. Gracias que no afirmaron también no conocer a Alfonso II. La defensa leyó cartas firmadas por ellos y dirigidas a la propia Elenita. Las escucharon tranquilos. El imbécil embuste, en otra ocasión, bastaría para enviar a un obrero a la cárcel, mas ellos se sienten por encima del código. Viven en Madrid. El tribunal entonces fué a la quinta de la infanta Isabel, hermana de Alfonso. La infanta se confesó tan ignorante de las trapisondas reales como los nobles testigos. Más tarde llamó el mísero y burlado juez a Palacio, para tomar humildemente declaración a S. S. A. A. Silencio profundo.

Don Tomás. — Disciplina de partido, instinto del orden.

Don Ángel. — ¡Ese juez haciendo antesala! La casa de la justicia, en efecto, no es digna de ser visitada por ciertos personajes. ¡Me olvido de lo más gracioso!

Don Tomás. — ¿Qué es ello?

Don Ángel. — El rey no puede comparecer ante los magistrados.

Don Tomás. — ¿Por qué? ¿Está idiota o demente?

Don Ángel. — Su soberanía se lo impide. Es demasiado esplendente, demasiado mitológico, demasiado sagrado para obligársele a desencajar la mandíbula. Tal vez de su testimonio dependa el honor de un inocente, la existencia de un perseguido, la paz de su pueblo. ¡Qué importa! Él, el responsable de tantos destinos, el depositario de una patria, está excusado de toda garantía, de toda explicación. Está capacitado para cometer todos los
crímenes. No tiene que responder de ellos. Es un Dios peninsular, a pesar de su facha sietemesina, y el juez español retrocede ante él deslumbrado, aquel juez que en la admirable leyenda de Zorrilla hizo declarar a Cristo...

Don Tomás. — ¡Leyenda!

Don Ángel. — El Alcalde de Zalamea, aunque escrito por un cura, parecerá hoy una obra anarquista. Y en cuanto a los hijos de Elena Sanz. ..

Don Tomás. — ¿Qué?

Don Ángel. — ¡Que no les envidio el abolengo! ......



STOESSEL

DON ÁNGEL. — Stoessel condenado.

Don Tomás. — ¿A muerte?

Don Ángel. — A muerte.

Don Tomás. — ¡Claro! Puesto que él no ha sido suficientemente héroe, sus jueces tenían que serlo. El crimen de Stoessel es no haber hecho matar bastantes rusos; el tribunal se guardará de imitarle. Stoessel debe morir.

Don Ángel. — La plaza, cuando fue entregada, no carecía aún de recursos. Según de Grandprey, había más de 200.000 proyectiles, 30.000 kilos de pólvora, 5 millones de cartuchos, 70.000 toneladas de carbón, 600.000 kilos de harina, 400.000 de galleta, 30.000 de carne en conserva, 200.000 de sal, 15.000 de azúcar. "El aguardiente, la cerveza, el champaña, después de haber corrido a ríos, existían todavía en cantidades al parecer inagotables".

Don Tomás. — ¡Ya ve usted! ¡Disponer de tan preciosas reservas, y no aprovecharse de ellas para seguir sacrificando vidas! ¡Imperdonable debilidad! Pero seguramente los rusos poseían otros medios de resistencia. Páseme su libro. Aquí está. Stoessel tenía algo mejor: la piroxilina. ¿Usted recuerda lo que es una granada de piroxilina? "La trinchera donde estalla se convierte en una carniza en que yacen esparcidos brazos, piernas y fragmentos de cuerpos desnudos; desnudos, porque las ropas se queman instantáneamente". ¡Heroica piroxilina!

Don Ángel. — ¡Qué asco!

Don Tomás. — Estas máquinas infernales no están permitidas. No son tan humanitarias como la mina de dinamita y el obús. Se prohibieron desde el año 1868, según los textos del protocolo de San Petersburgo, confirmados en Bruselas el año 1874. ¿Y sabe usted a instigación de quién se prohibieron?

Don Ángel. — No.

Don Tomás. — A instigación de Rusia. Pues bien, si Stoessel hubiera empleado su piroxilina hasta agotarla, hubiera sido un héroe. ¿Y ahora qué es? Un pobre hombre que amó la vida y tal vez ciertas ganancias de turbio origen. Ha sido justamente castigado. Un militar no ha de amar la vida, sino la muerte. La muerte ajena en primer lugar, y la propia en seguida; cuando no puede continuar matando, su deber es matarse. Es un organismo necróforo.

Don Ángel. — ¡Y pensar que un Napoleón ha sido adorado!

Don Tomás. — No lo creo. Sus medios han sido los normales; el terror y el éxito.

Don Ángel. — Los moribundos, al verle pasar en los campos de batalla, le bendecían.

Don Tomás. — En fin, se trata de un genio. Las condiciones son excepcionales, los objetos están bañados de un resplandor fosforescente que desconcierta la vista. Es difícil decir algo exacto sobre Napoleón.

Don Ángel. — Nada nos denuncia mejor la corrupción humana que el triunfo de semejantes genios.

Don Tornas. — Napoleón era un genio. Un genio de índole vulgar, lo reconozco. No sería digno de nosotros colocarle al lado de Newton, de Rembrandt o de Santa Teresa. Un genio sin ideas nos repugna, y Napoleón nos ha dejado un tricornio glorioso, un buen asunto para las tablas, una muletilla para oradores y periodistas en apuro, y ni una sola idea. Napoleón era un genio cuantitativo, un exceso de lo ordinario, una exageración que nos pone nerviosos sin excitar nuestra inteligencia ni elevar nuestra alma; sin embargo, era un genio. Era una cabeza. Stoessel es una gorra.

Don Ángel. — Con muchos galones.

Don Tomás. — Combatir a las órdenes de una gorra ha de ser cosa triste.

Don Ángel. — Y en los casos graves las órdenes de la gorra son heroicas, como la tan conocida postdata alocutiva: "Si la primera fila retrocede, la segunda hará fuego sobre ella". Quizá la primera fila odie al enemigo, pero dudo que ame a la segunda. El más ilustre de los nacionalistas franceses hace la caricatura de su propia doctrina al estampar esta frase perfecta: "un soldado detesta más a su teniente que al teniente de la fuerza contraria".

Don Tomás. — Lo probable es que Stoessel sea detestado por mucha gente. La administración rusa, saco de infamias, expulsa de su tribu al infeliz defensor de PortArthur, cabrón, emisario cargado de las maldiciones de Israel, y enviado al desierto para distraer la cólera divina.

Don Ángel. — Se nos querrá convencer de que los jueces, por ser jueces, están más limpios que el acusado. ¿Para qué tales farsas? Los autócratas han ahogado en sangre la revolución; se han vuelto a apoderar del pueblo ruso. El año 1905 no fue más que un relámpago en esa terrible noche polar. ¡Ay! ¿Qué son dos o tres bombas diarias en la extensión colosal del imperio? La paz. Y no obstante, bien está que caiga Stoessel. ¡Qué alegría para las viudas y los huérfanos de los que perecieron bajo el mando de este general tolerante!


LOS JUEGOS DEL FANATISMO

DON TOMÁS. — ¿Pasó usted bien la Semana Santa?

Don Ángel. — Bien.

Don Tomás. — ¿Fue usted al templo?

Don Ángel. — Fuí.

Don Tomás. — ¿Oyó usted la palabra del Señor?

Don Ángel. — La del Señor precisamente creo que no. Oí la de un señor. Un señor simpático. Le oímos con gusto.

Don Tomás. — ¿Con atención devota?

Don Ángel. — Con atención amable. El auditorio crecía. La iglesia era el único teatro abierto. Los novios, bien vestidos, podían contemplarse gratis durante dos o tres horas. La función fue del agrado del público. Pero no me hable de entusiasmo religioso.

Don Tomás. — Las mujeres, sin embargo...

Don Ángel. — No es religioso un país en que las mujeres no logran transmitir la fe a los hijos varones. Por ese lado nos acercamos al espíritu moderno, amigo de la duda, enemigo del fanatismo.

Don Tomás. — ¡Ah! ¿Conque en el espíritu moderno no hay fanatismo?

Don Ángel. — Indignada contra la avaricia del cura, una aldea italiana entera se ha hecho protestante. Síntoma de los tiempos.

Don Tomás. — ¿Y eso qué prueba? ¿Por qué no aprovecharon la ocasión de ensayar el ateísmo? La masa necesita un culto. ¡Cualquiera! Muda de profetas como de camisa. La humanidad no tiene apego a los viejos dogmas. Apenas asoma un guía elocuente se pone detrás de él en marcha. Las creencias son nómadas, porque están fundadas en lo absurdo. La verdad es una, pero el error es innumerable, y lo mismo da uno que otro.

Don Ángel. — Admita usted que disminuye el fanatismo católico. Nos quedan pocos Papas. Tendemos a lo individual en materia religiosa. Es imposible que subsista la centralización de las oficinas vaticanas.

Don Tornas. — Tal vez. Si nuestra época tiene un carácter propio, es el que le imprime el método positivo en las ciencias. No veo más.

Don Ángel. — ¿Y le parece bueno?

Don Tomás. — ¡Hombre! A mí me sirve.

Don Ángel. — Pues le confieso que la neurosis catequizadora de los procedimientos antiguos no me repugna tanto como la normalidad de ciertas prácticas positivas. Por ejemplo, entre razas. San Francisco Xavier, seductor de tribus salvajes, me inspira menos asco que el sistema yanqui para eliminar a los negros y a los amarillos. Es preferible un iluminado de proselitismo, por loco que esté, a ese diputado de Alabama que después de pegar
un tiro a un negro, en un tranvía, por el delito de beber robiskey, es felicitado calurosamente en el Congreso. Tenía usted razón. No faltan fanáticos. Mañana se demostrará científicamente la inutilidad de los negros, y se procederá a una hecatombe dirigida por cirujanos.

Don Tomás. — Y en eso consiste la civilización. En hacer las cosas con calma. No asesinar es difícil. Asesinar con la frescura de quien desinfecta es ya un progreso evidente.

Don Ángel. — Allá ustedes. Noté, al escuchar el sermón del señor simpático, que Jesús no interesa. Los santos, en cambio, conservan algún privilegio. En las capillas he observado que todavía triunfan estos pequeños
ídolos. Para que el Cristo sea obsequiado, es preciso que esté en brazos de San José o de San Antonio.

Don Tomás. — Ni aun así. Ayer entré en el cuarto de mi hija y descubrí que le había quitado el nene a San Antonio de Padua. Adela estaba furiosa porque el santo no le había hecho caso, y quiso castigarle duramente.

Don Ángel. — Pues bien, me consolaría del abandono en que se tiene al Salvador si los médicos no profanaran su noble memoria ocupándose de él. Un sabio caballerete, M. Binet - Sanglé, acaba de publicar un libro titu-
lado La locura de Jesús, donde se dice que Ieschou-barIoseff, con siete místicos en la familia, con un derrame pleurético de probable naturaleza tuberculosa, con una larga anorexia y una crisis de hematidrosis, con ideas de eunuquismo, de edipismo y de amputación manual, murió en la cruz de un síncope de deglutición y era un degenerado físico y mental.

Don Tomás. — ¿Y qué?

Don Ángel. — Que Binet-Sanglé es el tipo más despreciable del fanático, el fanático científico, borracho de su propia jerga, y no menos degenerado que el peor de sus clientes.

Don Tomás. — No se queje usted del fanatismo. El fanatismo es la vida. ¿Qué sería de usted sin el suyo?



GENERALIDADES

DON ÁNGEL. — Hay en España cuatrocientos noventa y cinco generales.

Don Tomás. — Es un dato.

Don Ángel. — ¿No se indigna usted?

Don Tomás. — Todavía no.

Don Ángel. — ¿No le subleva el espectáculo de un país moribundo, dañado hasta la medula, y empeñado en dejarse roer las pobres entrañas por una caterva de cuervos graznadores, abogaciles y bachilleres, y por cuatrocientos noventa y cinco buitres de cartón pintado?

Don Tomás. — Razonemos, don Ángel, aunque sea a pique de no sublevarme. Usted olvida que España acaba de perder sus inmensas colonias, y ¡de qué modo!

Don Ángel. — No entiendo.

Don Tomás. — Observe usted que para los militares la guerra se distingue de la paz en que proporciona rápidos ascensos. Se podría deducir que ascender a la oficialidad es el objeto de la guerra. ¿Quién, como no sea forzado, iría de soldado raso a defender tierras que ni siquiera ha visto? Después de toda campaña abundan los generales. Y confieso que para tan monumental derrumbe como el de 1898, cuatrocientos noventa y cinco no
me parecen muchos.

Don Ángel. — ¿De suerte que la derrota nada significa?

Don Tomás. —A los buitres de cartón pintado, según los llama usted pintorescamente, nada les debe importar el éxito. Su oficio no es vencer, sino combatir. Es sabido que los derrotados, en cualquier nación del mundo que usted los considere, son heroicos. Diga usted en Francia que no fueron heroicos los apaleados del 70, y verá lo que le sucede. Diga usted en Madrid que los regimientos recién mandados a Casablanca volvieron la espalda al enemigo, lo que es la pura verdad...

Don Ángel. — Y en lo que hicieron muy bien...

Don Tomás. — Bueno, diga usted eso y lo lincharán. Heroicos si triunfan, heroicos si sucumben. Si huyen, es de una manera heroica, con orden. Los militares son heroicos. Es una definición.

Don Ángel. — Y para convencerse de ello, basta mirarles pasar, en medio de nuestros pacíficos menesteres, con una puntiaguda espada al cinto.

Don Tomás. — Entonces, no se lamente usted de que se premie el heroísmo. Al ser despojada de su exótico patrimonio, España ha padecido además una concentración de generales y de prelados, esparcidos antes bajo remotas latitudes. De Filipinas y de Cuba han venido copiosas remesas de galoneados y de frailes. No se enoje usted de un fenómeno casi mecánico.

Don Ángel. — ¿Por qué no me ha de enojar la mecánica, si contradice las leyes de mi espíritu? ¿Por qué me he de resignar a las contingencias exteriores? Nada está escrito. El hombre perfecto es el que no reconoce nada fatal. Le declaro, asevero y confirmo que si hubiera sido yo el designado para recibir las remesas de galoneados y de frailes, no los hubiera admitido como tales galoneados ni tales frailes; los hubiera desnudado de sus ridículos disfraces en la aduana, o. . .

Don Tomás. — ¿O. . .?

Don Ángel. — O los hubiera tirado de cabeza al mar, por un fenómeno casi mecánico, completamente mecánico si usted quiere.

-Don Tomás. — ¿Y qué hubiera usted conseguido con eso? ¿Salvar a España? Al cabo de pocos años encontraría usted el mismo número de generales en la península, el mismo número de clérigos, es decir, el máximo. Cada pueblo es susceptible de un cierto máximo de generales o de otra especie determinada de organismos. Ese máximo se alcanza tarde o temprano, hágase lo que se haga. Es un equilibrio fisiológico inevitable. El terreno nacional queda saturado, y cierra el escalafón. Añada usted diez generales más, y desaparecerán, eliminados, absorbidos por fuerzas misteriosas. Suelte usted conejos en una isla: en algunos meses se habrán multiplicado monstruosamente. Llegarán a un máximo, bloquee usted la isla o no, y no pasarán de él. Si echa usted más conejos, serán devorados por los otros.

Don Ángel. — Y esos cuatrocientos noventa y cinco conejos, digo, generales, ¿serán el máximo?

Don Tomás. — ¡Ojalá!

Don Ángel. — Aunque no me permita usted luchar con los conejos, yo, lucharía.

Don Tomás. — Ensaye usted.

Don Ángel. — Por muy desabridos que sean los conejos, en semejante abundancia, ¿no habrá alguna especie aficionada a la carne de conejo, y capaz de concluir con la peste? ¿Una especie prólífica, insaciable, invasora, justiciera, que arrojar a la isla devastada?

Don Tomás. — Quizá.

Don Ángel. — ¡Ah! Usted, médico insigne, naturalista ingenioso, ¿no acierta qué oponer a los conejos?

Don Tomás. — Hombre... a esa clase de conejos... Reflexione usted que el remedio suele ser peor que la enfermedad. La rata es aún más terrible que el conejo. En Jamaica consiguieron librarse de las ratas mediante
las mangostas, bichos aún más voraces y numerosos que las ratas.

Don Ángel. — Magnífico.

Don Tomás. — Lo malo es que las mangostas, cuando subieron exterminado las ratas, continuaron destruyendo una infinidad de cosas útiles que había en Jamaica. El problema es complicado. Mejor es elegir animales pe-
queños, ponzoñosos, parásitos, que perezcan con su presa. Los jardineros norteamericanos así defienden sus plantas. Han importado del Japón el Chilocore para contrarrestar la vitalidad del Aspidiotes pernicioso.

Don Ángel. — Necesitamos algo sutil...

Don Tomás. — Microbiano. . .

Don Ángel. — Fecundo, irresistible... ¡Ya está! ¡Y lo notable es que ya funciona!

Don Tomás. — ¿Ha descubierto usted la forma infinita y penetrante que aniquilará los conejos, los generales, los cuervos, los oradores y las ratas?

Don Ángel. — Sí; señor.

Don Tomás. — (Burlón). ¿Y qué es? ¿Tal vez hombres? ¿Similia similibus?. . .

Don Ángel. — No, los hombres no. ¡Las ideas!


CRIMINALIDAD

DON TOMÁS. — Según las últimas estadísticas, la criminalidad sigue en aumento, sobre todo en los países cultos.

Don Ángel. — La ciencia, que es tan útil a los avaros, ha de serlo igualmente a los rateros y a los asesinos. Supongo que la instrucción obligatoria y la publicidad de los descubrimientos y de las invenciones aprovechan
a los criminales.

Don Tomás. — Sin duda. Hoy se roba y se mata con más técnica. Los asaltos ocasionales, las bárbaras manotadas del salteador hirsuto, los desvalijamientos sin calma y sin orden, los homicidios ejecutados, con un tosco
instrumento, por un ladrón que se asusta, la grosería y la ignorancia, en fin, disminuyen sensiblemente. Hasta cuando hiere y devasta, el homo sapiens deja de imitar las bestias. El crimen se humaniza.

Don Ángel. — La guerra también. Acabo de leer un trabajo interesante sobre la bala humanitaria. El autor, un sabio médico, J. J. Matignon, se asombra de que en la batalla de Moukden no hayan tenido los japoneses
sino 70.000 bajas. De 150.000 heridos en total sólo si les murieron 10.000.

Don Tomás. — Son cifras satisfactorias.

Don Ángel. — Sí; la bala moderna es humanitaria. ¡Ah miserables!

Don Tomás. — No se exalte usted. Mire la realidad como la miran los microscopios, sin insultar a los bacilos. La carrera del bandido, como la del soldado, se dignifica sin cesar. Exige una larga preparación, y por
lo común relaciones seleccionadas, haberes y buenos modales. Es una empresa en que colaboran los adelantos múltiples de nuestro siglo.

Don Ángel. — La química ha de servir a los envenenadores.

Don Tomás. — Ya lo creo. El aqua tofana del renacimiento italiano es un torpe tósigo. Ningún envenenador delicado emplea ya el arsénico. Conoce alcaloides sutiles que no dejan rastros en las entrañas del difunto. La escuela de Turín nos proporciona datos curiosos. El cloroformo y el éter son exquisitos auxiliares del saqueo en los trenes de lujo y en los hoteles. Estas operaciones de cirugía social requieren la anestesia. La propiedad se amputa sin dolor.

Don Ángel. — Es más humanitario.

Don Tomás. — Nada de martillos, machetes ni hachas en los escalos y fracturas. Nada de informes artefactos. La clásica ganzúa pasó de moda. Se prefieren las finas manoplas eléctricas, y esos mil aparatos diminutos, de
punta de diamante, fabricados en talleres ingleses que a ello tan sólo se dedican.

Don Ángel. — Al cabo encuentro una industria generosa, enemiga del capitalismo.

Don Tomás. — Se usa la dinamita contra las cajas de caudales, las minas galvánicas para los regicidios, la fotografía para la falsificación de documentos, el hipnotismo para los estupros, la bacteriología para producir en-
fermedades agudas o crónicas, el teléfono para fulminar. Si quiere usted detalles, consulte el estudio de Lombroso: Delitti all'automobile.

Don Ángel. — No leo eso, y le prohibo que me lo cite. ¿Se ha olvidado usted de nuestro pacto? Así como usted expulsó de nuestras conversaciones a los literatos llamados castizos y grandilocuentes, expulsé yo a todo linaje de antropólogos y sociólogos. Merece usted, por este descuido, que le recite medio discurso de Castelar.

Don Tomás. — ¡Socorro! Perdóneme.

Don Ángel. — Perdono. Me figuro además lo que dice el estudio a que usted alude. Verifica seguramente la influencía del laboratorio y de la máquina en el oficio criminal, uno de los más trascendentales de nuestra civilización. Yo le confieso que entre el bello crimen a lo Borgia y el crimen científico, el crimen de gabinete, me quedo con el primero. Aquel Enrique VII, asesinado por medio de la santa hostia, aquel cardenal de Gomeyn, canciller de Escocia, suprimido gracias al vino consagrado, me parecen sucumbir a un arte más noble. Los métodos actuales serán tal vez exactos y seguros, pero están impregnados de una vulgaridad prestidigitadora. No hablan al alma.

Don Tomás. — Hablan a la inteligencia. Signo de los tiempos.

Don Ángel. —Una objeción: la criminalidad, al complicarse, se hace difícil. Necesita recursos y talento. Debería decrecer. Sin embargo, aumenta.

Don Tomás. — Lo que aumenta mucho es la masa de pequeños delitos cometidos por mendigos, vagabundos y hambrientos.

Don Ángel — Todo delito es una venganza.

Don Tomás. — Alejandro Yvernés, notable estadístico, los intitula delitos de pereza y miseria. Son innumerables.

Don Ángel. — He aquí el gran resultado: la miseria es un delito, la riqueza es una virtud.

Don Tomás. — Lo que está clasificado como delito es la vagancia.

Don Ángel. — Dispense usted, señor mío. La vagancia no es delito sino cuando está unida a la miseria. Un vago opulento es doblemente respetado. Si trabaja se degrada un poco, porque se asemeja al pobre. El hijo de Rothschild, al resignarse a ser lo que usted, un simple médico, ha descendido. Sus parientes le tendrán lástima. La cúspide social es el duque de Osuna, el imbécil deslumbrador, el enorme solitario montado en oro, la joya de la humanidad. La vagancia de Osuna nos honraba a todos. El único delito es la miseria.

Don Tomás. — Exagera usted.

Don Ángel. — Es por lo menos el único que se persigue con tenacidad. El hambre está maldita. El hambre muerde. La desesperación no se aviene siempre a hundirse sola en el abismo. La miseria amenaza. Un delincuen-
te con dinero es digno de las amabilidades de los jueces y de los intelectuales. Su proceso es una fiesta. Su prisión es un hospedaje. Su presidio es un sanatorio. Se trata de un aliado comprometedor, pero aliado siempre. Se trata; de un rico. En cambio el vagabundo da miedo, y para él no hay piedad. Es el espectro de la justicia. Es el remordimiento vivo. Es preciso concluir con él. Por eso a más de encarcelarle y de espiarle, se le tortura. En nuestra crueldad espantada, agrandamos la terrible deuda de angustia y de dolor que pagaremos algún día.

Don Tomás. — ¡Vendrá Dios a juzgarnos!

Don Ángel. — Ríase usted. Yo le agradezco la noticia de que la criminalidad aumenta. ¿La sociedad se desquicia? Mejor. Desplómese el templo idólatra, aunque las manos del Sansón estén manchadas de sangre.



UNA V I S I T A

DON ÁNGEL. — ¿No está don Tomás?

Doña Nicolasa. — Le han hecho llamar para un enfermo, tal vez para uno de esos que cuando llega el doctor ya están curados. Pero mi esposo volverá pronto. Siéntese usted, don Ángel. Charlaremos.

(Don Ángel, espantado, quiere irse. Insiste la señora. Don Ángel se sienta).

Don Ángel. — ¿Y Adelita?

Doña Nicolasa. — Ella se acuesta muy temprano. Yo me entretengo leyendo.

(Sobre la mesa hay un enorme volumen abierto).

Don Ángel. — ¿Qué lee usted?

Doña Nicolasa. — Es la colección de La Prensa. ¡Estos sí que son diarios! Mi marido recibe algunos diarios franceses. No hay comparación. Yo no hablo francés, pero no importa. Aquéllos no pasan de seis u ocho páginas y éstos suelen traer cuarenta.

Don Ángel. — Es admirable.

Doña Nicolasa. —Vienen escritos de los primeros literatos del mundo, como Grandmontagne y Meternich.

Don Ángel. — Maeterlinck.

Doña Nicolasa. — Eso es. No hay necesidad de leer sus libros. ¡Aquí está mi biblioteca! (Golpea el volumen). También tengo La Nación. Yo me ocupo particularmente de la parte científica.

Don Ángel. — ¡Ah!

Doña Nicolasa. —Sí. La mujer de un sabio debe saber algo. Porque ustedes dicen que mi pobre marido es un sabio.

Don Ángel. — (Sinceramente). ¡Ya lo creo que lo es! Pasa el día en su laboratorio.

Doña Nicolasa. — Con toda su ciencia, no me ha podido enseñar nada.

Don Ángel. — No habrá tenido tiempo.

Doña Nicolasa. — No hay Dios que le entienda. Cuando trata de explicarme alguna cosa me mareo. Usa un lenguaje impropio.

Don Ángel. — Don Tomás es demasiado especialista.

Doña Nicolasa. — Desengáñese usted. Esa ciencia reservada a unos cuantos no me gusta. La verdadera ciencía ha de comprenderla todo el mundo, hasta las mujeres de mala ortografía.

Don Ángel. — Cierto.

Doña Nicolasa. — Así es la ciencia de La Prensa y de La Nación. ¡Lo que yo gozo enterándome de las teorías más complicadas! ¡Me agrada tanto que me las muestren con claridad absoluta, sin hacerme dudar un momento! Tomás me desconcierta. Con él me siento ignorante. Con mis diarios razono y juzgo.

Don Ángel. — Sí, señora.

Dona Nicolasa. — Lo que me irrita en mi marido es el menosprecio en que los tiene. Jamás ha tomado un dato de ellos.

Don Ángel. — Es curioso.

Doña Nicolasa. — Ya ve usted, prescindir de La Prensa, por ejemplo, cuyo edificio de la Avenida de Mayo vale veinte millones. Parece mentira. Yo, con el objeto de fastidiar a Tomás, le repito las novedades médicas.
Ayer le conté la última curación de la tuberculosis.

Don Ángel. — ¿La última?

Doña Nicolasa. — Ya la han curado cinco veces, y el cáncer, cuatro.

Don Ángel.— ¿Y qué hizo don Tomás?

Doña Nicolasa. — Reírse. Lo peor es que se ríe de buena gana. ¿Usted se ríe también?

Don Ángel. — No, yo me río de que se haya reído don Tomás.

Doña Nicolasa. — Se rió el muy pavo cuando le dije que la tierra tenía dos cuernos, que no se ven casi nunca. Se rió cuando le dije que la tierra está hueca, según los astrónomos norteamericanos. Se rió cuando le dije
que se han fabricado microbios. Pero lo increíble es lo siguiente: recordará usted que un calculista francés, un tal Puncarré o Polkarré...

Don Ángel. — Poincaré.

Doña Nicolasa. — Eso es. .. Bueno, pues ése, un desconocido, porque era la primera noticia, que tenía yo de él, se atrevió a declarar que la tierra estaba inmóvil y que era el sol el que se movía. Flammarión publicó un
artículo en que pulverizaba al insensato. Flammarión es un genio.

Don Ángel. — Sí, señora.

Doña Nicolasa. —¿Era la ocasión de que don Tomás se riera, verdad?

Don Ángel. — Sí, señora.

Doña Nicolasa. — ¡Pues todo lo contrarío! Se quedó pensativo.

Don Ángel. — Sí, señora.

Doñn Nicolasa. — ¡Ah! La astronomía es notable.

Don Ángel. — Sí, señora.

Doña Nicolasa. — ¡Mire usted que los cometas! En este punto no me han satisfecho las hipótesis admitidas. Están ahora esperándose tres cometas de golpe. Yo no soy como otras mujeres fanáticas, que se figuran que los manda el demonio.

Don Ángel. — ¿Y cuál sería la causa, en la opinión de usted?

Doña Nicolasa. —Sospecho que esos terribles calores...

Don Ángel, — Sí, señora...



LA SIRVIENTA

DON ÁNGEL. — ¿Y ese café? ¿Lo hacen o no lo hacen?

Don Tomás. — No moleste usted a la señora. No tengo prisa.

María. — (Es la compañera de don Ángel. Están unidos desde hace ocho años. Tienen tres chiquillos preciosos. Habitan modestamente. Son muy felices. No están casados). Olvidaste que se nos marchó la sirvienta.

Don Ángel. — Cierto. Se fue esta mañana con veinticinco pesos adelantados. Era una muchacha excelente.

María. — La verdad que es una lástima. Haré yo el cafe, si los niños me dejan. '

Don Tomás. — Avise usted a la policía y echarán el guante a la sirvienta y a los veinticinco pesos.

Don Ángel. — ¿Se burla usted?

Don Tomás. — No estoy seguro.

Don Ángel. — ¿Colaborar con la policía? ¿Encargar a un semejante mío el espionaje y el acoso? ¡Y qué bella caza! Veinticinco pesos adquiridos por una infeliz mujer.

Don Tomás. — ¿Adquiridos? Las palabras algo significan. Diga usted estafados. :

Don Ángel. — No comprendo bien la diferencia. Ya que usted posee tan claras noticias sobre el origen de la propiedad, le felicito. Creo que para conservar ilusiones candorosas de honradez social conviene huir del análi-
sis. Ignoremos cómo se fundó la riqueza en la hístoria y cómo se engendra y acumula en el presente.

Don Tomás. — Nada de remontarnos al Génesis, don Ángel. Con la última edición del código en la mano usted perseguir a su sirvienta. ¿Sí o no?

Don Ángel. — No es la única atrocidad que el código me permite y recomienda. ¡Usted, químico y biólogo, devoto de una recopilación de leyes bárbaras!

Don Tomás. — La química es una disciplina y un orden. La biología también. Ciencia es orden. Pensar es ordenar. Por bárbaras que las leyes sean, constituyen una razón y un instrumento de orden. Protegen mi labora-
torio.

Don Ángel. — La química no es un código. Un verdadero químico procura no servirla, sino contradecirla, y traerla cosas nuevas, brillantes e inesperadas. Cada descubrimiento es una revolución, grande o chica, y pro-
gresar es descubrir. Cada descubrimiento es un desorden y el afán de usted debe ser desordenar la química.

Don Tomás. — Al desordenarla provisoriamente para reorganizarla mejor, obedezco al orden soberano de mi espíritu.

Don Ángel. — Yo también, cuando encuentro en el código el desorden del crimen y de lo antihumano. Mi sirvienta no tenía motivos especiales de aborrecerme. Entró en casa flaca y medio desnuda, como suelen entrar
todas. María la ayudaba. La hembra macilenta comía mucho y trabajaba poco. Por las noches llevaba un gran puchero colmado al rancho donde la esperaban sus pequeños. Yo los vi, larvas miserables, despojos del macho
anónimo y brutal. Yo los vi, sucios, escuálidos, negros. Parecían arañitas hambrientas. La madre, al cabo de dos meses, salió de aquí robusta y alegre, dispuesta a emprender otra vez la lucha de la vida...

Don Tomás. — Y con los veinticinco pesos de usted en el bolsillo. ¡Cuánto agradecimiento!

Don Ángel. — ¿Agradecimiento? ¿A nosotros? Ellos, los pobres y despreciados, no tienen que agradecernos a nosotros, los ricos y decentes, mientras sigamos ricos y ellos pobres. Nuestra limosna insultante con sus pre-
tensiones grotescas de caridad, aumenta la deuda en lugar de aliviarla. Los hijos de mi sirvienta dan asco y miedo. Los míos son ángeles resplandecientes, y quizá no los ame yo tanto como ella a los suyos. ¡Deuda formi-
dable! ¿Seré bastante imbécil para suponerla pagada con veinticinco pesos?

Don Tomás. — Mí buen amigo, es usted un tipo encantador y absurdo. Admita siquiera que esa criada no es discreta, al abandonar a personas que la tratan inicuamente, según usted, pero mucho menos inicuamente que
otras. Pierde en el cambio.

Don Ángel. — ¡Ah, fisiólogo! Cuando la desgraciada vino estaba demasiado débil para tener conciencia de su derecho. Quería pan, aunque fuera a palos. Prefería un régimen injusto a la muerte. Yo mojé su pan en leche
y en vino, y no la apaleé. Recobró sus fuerzas, y comprendió la ignominia de su oficio y del mío. Bien alimentada, practicó la justicia. Sacudió el yugo, y se evadió de su cárcel, contentándose con veinticinco pesos,
indemnización exigua de una herencia de dolores.

Don Tomás. — ¡Sirvienta extraordinaria, encarnación de las ideas redentoras del siglo xx!

Don Ángel. — Sin duda. En cuanto se repongan de su anemia, todos los proletarios opinarán lo mismo.

Don Tomás. — Y nos quedaremos sin química y sin literatura.

Don Ángel. — Probablemente, pero dormiremos tranquilos, y el sol rejuvenecerá.

María. — El café.

Don Ángel. — ¿Y los niños?

María. — Ya lo han tomado. Un sorbito cada uno. (Sonríe).

Don Ángel. — ¿Te ríes?

María. — De los veinticinco pesos ...

Don Ángel. — ¿Cómo?

María. — Míralos. (Los agita suavemente).

Don Ángel. — ¿Dónde estaban?

María. — La sirvienta los dejó debajo de la almohada.

Don Tomás se retuerce de gusto.

María. — Qué excelente muchacha.

Don Ángel. — (Desesperado). ¡Qué idiota!




E L Z O R Z A L

DON TOMÁS. — ¿De modo que la libertad absoluta sería el gran remedio?

Don Ángel. — Y la libertad para todos, hasta para los delincuentes. Defienda cada cual su vida, pero no juzgue, no castigue. ¿Por qué hay ladrones? Porque hubo desposeídos. ¿Por qué hay criminales? Porque hubo tor-
mento. Suprimid los jueces, los espías y los verdugos y habréis suprimido el delito. Perdonad, curad. Abrid las cárceles, abrid los brazos. Sí queréis convertir el mal en bien, dejadle libre.

Don Tomás. — Mi hija tenía un zorzal.

Don Ángel. — Enjaulado.

Don Tomás. — Naturalmente. No le sorprenda a usted, que Adela, a pesar de su buen corazón, tenga pája-
ros prisioneros. Es la costumbre, y la principal misión de las mujeres consiste en conservar las costumbres.

Don Ángel. — Plagia usted a Ganivet.

Don Tomás. — Mejor para él. Decía, pues, que Adela practica tiernamente esa costumbre salvaje. Las niñas son maternales desde que empiezan a jugar. El zorzal de Adela era una especie de hijo desventurado suyo, caído
en cautiverio, privado del habla, reducido al tamaño del puño y cubierto de plumas a consecuencia de aventuras maravillosas como sólo las concibe la potente imaginación infantil. Adela a lo menos le llamaba hijo con el
acento de la verdad. Pasaba el dedo por entre los alambres y consolaba y distraía largas horas al ave infeliz. Se levantaba a medianoche a darla de comer y a cerciorarse de que la jaula estaba bien cerrada.

Don Ángel. — ¿Tan lindo era el animal?

Don Tomás. — Era horrible, de color de panza de burro. Era sucio y odiaba el agua. Tenía el pico siempre lleno de comida vieja.

Don Ángel. — ¿Cantaba?

Don Tomás. — No cantaba. Lanzaba continuamente, sobre todo de noche, un chillido que nos volvía locos. Además era estúpido en extremo. Golpeaba los hierros sin causa alguna y se ensangrentaba la cabeza. Entonces
Adela lloraba.

Don Ángel. — ¿Cómo se explica usted ese amor hacia un objeto tan inaguantable?

Don Tomás. — Jamás me he explicado bien los abismos de poesía que encontraba Adela en semejante bicho. Admitamos en las mujeres una penetración apasionada que les permita interesarse por cosas en las que nosotros
nada descubrimos de particular.

Don Ángel. — Los pájaros las trastornan.

Don Tomás. — Especialmente en los sombreros. Pero sigo mi historia. Harto del zorzal, resolví, ya que soy incapaz de matar a nadie, como no sea por error, en mil calidad de médico, resolví abrir la cárcel según el siste-
ma de usted. Una mañana convencí a mi hija y soltamos el preso.

Don Ángel. — Bien hecho.

Don Tomás. — Verá usted. Adela, afligida, no auguraba resultado dichoso. El zorzal salió de la jaula y, de huir a los árboles del jardín, se quedó entre nuestras piernas.

Don Ángel. — ¿Regresó al calabozo?

Don Tomás. — Le digo a usted que era demasiado estúpido para hallarlo. Paseaba por la casa como un sonámbulo, tropezando y haciéndonos tropezar, mil veces más molesto que antes. Había que alimentarlo en el comedor y en la sala y en la alcoba. Había que limpiar su inmundicia en todos los rincones. Había que salvara constantemente de toda clase de peligros. Desaparecía de pronto, y Adela desesperada sembraba el desorden y la congoja por doquier.

Don Ángel. — ¿No intentaron ustedes alejarlo?

Don Tomás. — Se nos pegaba a los talones.

Don Ángel. — No era tan estúpido.

Don Tomás. — Muy estúpido. Le conocí a fondo. No se asustaba del gato; Adela aterrorizada tuvo que encerrar al gato en un cuarto oscuro para que no se tragara zorzal.

Don Ángel. — ¡Cuántas complicaciones!

Don Tomás. — El zorzal, hasta entonces, había contemplado al gato al través de la reja. Opinaba con razón que era inofensivo. Note usted que esa reja protegía al zorzal exactamente lo mismo que si el prisionero fuera
el gato y no él. Concluyo: no hubo otro recurso que tornar el ave a la jaula, y esperar que allí dieran fin sus días.

Don Ángel. — El daño era antiguo, don Tomás; bajemos a las raíces y comprenderemos por qué en el caso que usted cuenta el éxito fue desastroso.

Don Tomás. — (Resignado). Bajemos a las raíces.

Don Ángel. — ¿Quién trajo el zorzal? ¿Qué edad tenía? ¿Cómo lo robaron?

Don Tomás bosteza.

EL PADRE GONZALO

DON JUSTO. — ¿Ustedes sabían que el P. Gonzalo había colgado los hábitos?

Don Tomás. — Me suena ese nombre.

Don Justo. — ¿Y que acaba de casarse en medio de las ovaciones de la masonería?

Don Ángel. — Ha querido cambiar una paternidad por otra.

Don Justo. — Sí. Ha dicho que deseaba consagrarse a la vida del hogar, lo cual es también una religión.

Don Tomás. — Hogar, el fuego siempre encendido, el altar de la familia.

Don Justo. — Exacto. El culto doméstico es anterior al paganismo, y ha fundado la propiedad en Grecia y en Roma. Fustel de Coulanges...

Don Ángel. — ¡Por piedad!

Don Justo. — El P. Gonzalo ha retrocedido, pues, algunos siglos. Supongo, sin embargo, que considera el matrimonio más prosaicamente.

Don Ángel. — No disminuya usted al P. Gonzalo. Tal vez ha procedido con sinceridad.

Don Justo. — Sin duda, sin duda. No discuto las personas, no las conozco. Pero el renegado repele, hasta a los ateos, Y nadie niega que hubo y hay renegados sin doblez. ¿Por qué son tan antipáticos? ¿Inspiran descon-
fianza por haber fracasado, mutilando su existencia, o por no haber podido cumplir las promesas de su juventud? El renegado falta a su palabra. Su conducta no es viril.

Don Ángel. — ¿Por haber roto sus votos, hemos de creer al P. Gonzalo capaz de no devolver el dinero que le presten?

Don Tomás. — La fe no es razonable. Consiste en dar crédito a lo que no vimos, a lo contrario de lo que vimos. Un hombre es empujado a la Iglesia por su temperamento, por su vocación, por la gracia. Y así como nin-
guna lógica lo condujo a ser sacerdote, ninguna le conducirá a dejar de serlo. El renegado ha mentido antes o después, o ha cometido sobre su propio organismo un error imperdonable por lo enorme. Es cierto que aún
queda un caso, el vuelco fulminante del alma, la conversión a la inversa, el rayo de la negación, tan rápido a veces como el rayo de la fe.

Don Ángel. — ¿Y en ese caso, se ha de ser hipócrita?

Don Justo. — Sí. El cura es la esposa de Dios, y como buena esposa, si ha perdido el respeto a su señor, lo disimulará profundamente. Hay algo más importante que proclamar a grito herido nuestras pequeñas aventu-
ras, y es evitar el escándalo.

Don Tomás. — Confieso que los divorcios a tambor batiente me parecen de mal gusto. Un divorcio es el resultado de una equivocación. ¿Hay motivo para jactarse?

Don Ángel. — ¿Y ha de retroceder la verdad ante el escándalo? La verdad es lo único.

Don Justo. — ¿Y cuál es la verdad? He aquí la cuestión. ¿Qué trascendencia tiene la verdad, mientras no salga del cerebro del P. Gonzalo? Lo que necesitamos es una verdad para todos, o para muchos. Búsquela en
el silencio de su celda el religioso decepcionado, y pague con las torturas del secreto sus primeros extravíos. Realice el tipo sublime del apóstol en quien no alienta sino la caridad, y para quien las creencias ajenas, que ya no comparte ni comprende, siguen siendo un medio de propagar la esperanza.

Don Ángel. — ¡Ser fiel a lo que ya no existe!

Don Justo. — Existe la forma. Un pueblo que profana sus ruinas no tiene salvación.

Don Tomás. — Veneremos los fósiles.

Don Justo. — La historia no se corta en dos pedazos, uno miserable y otro augusto. Por encima de todo está la conveniencia de que la Iglesia conserve su dignidad.

Don Ángel. — ¿Por qué?

Don Justo. — Porque las diversas direcciones en que se ha arrastrado la humanidad para ponerse en contacto con lo desconocido deben sernos sagradas. Reírse de una religión cualquiera, es decir, de una tentativa para con-
quistar lo divino, ¡qué crimen imbécil! Lo que deprima al catolicismo, sin compensaciones en una región diferente; lo que se reduzca a crítica en frío, a burla, a odio y a venganza, es tonto y culpable. Si nos cerráis un sendero, abridnos otro. Aunque mejor es tenerlos todos abiertos. Espacio sobra.

Don Ángel. — ¿No le disgustan a usted los nuevos profetas?

Don Justo. — No. Usted, profeta social, y don Tomás, profeta científico, me son simpáticos. ¿Cuándo hubo en el mundo más religiones que ahora?

Don Tomás. — Estoy con usted. El concepto de ciencia positiva, según Comte, de una ciencia que se marca sus propios límites, se va borrando de año en año. Nuestra ciencia está resuelta a no vacilar ante nada. Es audaz,
metafísica, mística.

Don Justo. — En cuanto a mí, soy católico sin exageración. Me agrada un culto probado por el tiempo, de una estabilidad perfecta, rico, majestuoso, abrumado bajo la magnificencia de las artes, repleto de leyendas deliciosas. Ustedes construyen valerosamente los edificios futuros, a los que no me trasladaré mientras no tengan techo.

Don Ángel. — ¡Ay! ¿Cuándo lo tendrán? El P. Gonzalo no se fija en esos detalles.

Don Tomás. — Me agradaría enterarme de lo que le ha echo preferir los ritos masónicos a los romanos.

Don Ángel. — ¡Será curioso!

Don Tomás. — No, la caída de este ángel no es miltoniana. Abandonar una tienda por la de enfrente no es retirarse del comercio.




DECADENCIA

DON JUSTO. — ¿Hay noticias interesantes?

Don Tomás. — Todo es interesante en extremo para el que tiene la vista clara. Ha aparecido una enfermedad nueva, y han ofrecido millón y medio de francos a Roosevelt por exhibirse a caballo en un circo.

Don Justo. — ¿Y qué le parece?

Don Tomás. — Dos signos más de la general decadencia. Pero sobraban. Mi diagnóstico estaba hecho.

Don Ángel. — Donde usted ve decrepitud, yo veo renovación.

Don Tomás. — El tiempo no pasa en vano. Nacer más tarde es nacer más viejo. Y se acabará por morir en el vientre de la madre, a la moda de París.

Don Ángel. — Accidente. La misión de los siglos es rejuvenecer el mundo.

Don Tomás. — Si usted se empeña seremos jóvenes. La juventud no es un coeficiente científico, y en este instante la desconozco. Jóvenes, pero enfermos. Tal vez sería preferible maduros y sanos. Enfermos, sí; y no imaginarios, se lo aseguro. La raza blanca está podrida de tuberculosis y de neurastenia. A medida que aumentan los recursos de la medicina y de la higiene, disminuye la longevidad, la resistencia orgánica. El deporte es ridiculamente innocuo: la musculatura no es la salud, y entristece contemplar tanto atleta frágil. Nuestra carne degenera; no es aquella que aguantaba las pestes medievales, y las guerras de siglos. Éramos entonces inmundos; nos lavaban apenas el sudor y la lluvia, y los microbios hacían cuanto querían. Sin embargo, bajo tan sucia costra corría sangre mejor. Las defensas modernas son exteriores; nos conservamos a fuerza de antisépticos; no es nuertra propia sustancia la que lucha, sino la postiza. Nos quedamos calvos, se nos caen los dientes. Hacemos digerir nuestros alimentos en la farmacia. Nuestro cuerpo tiende a descomponerse como el de los difuntos, y nos embalsamamos en vida para no desaparecer. Examine los dos tipos elevados de cultura, el sajón y el latino. Norte América y Francia, y notará que la especie fatigada no se reproduce siquiera...

Don Justo. — En Francia, lo admito.

Don Tomás. — Y en Norte América peor. Si la población yanqui crece aún es gracias a los inmigrantes bárbaros. En dos generaciones o tres, las mujeres de origen extranjero renuncian ya a parir. Están civilizadas. Res-
pecto a las otras, a las "matricias", es sabido que una dama de la quinta Avenida es tan estéril como la esposa de un financiero parisién.

Don Justo. — ¡Esterilidad provocada, horrible es decirlo!

Don Tomás. — ¡Bah! Usted, hombre de legajos, se figura que hay cosas naturales y cosas artificiales. No; ¡todo es natural! Todo, por lo menos para nuestra inteligencia, obedece a las mismas leyes. Ese sombrero de
fieltro es un producto tan natural como la concha de un molusco. Aparte de que pronto las señoras "bien" llegarán a sus fines sin tomarse molestia alguna. Y el suicidio que se va haciendo normal, corregirá los errores.

Don Ángel. — ¡Accidentes! ¡Detalles! Nuestra época es confusa; estamos en el desorden de un cambio de puestos. Se verifica el advenimiento de la masa popular, y nadie puede imaginarse lo que se engendrará por él.

Don Justo. — Perdone usted. Me imagino perfectamente la invasión de Atila. Retrocederemos diez mil años.

Don Tomás. — Lo grave es que no somos capaces de producir un Atila. Estamos en decadencia. Nos aguarda la horda sin jefes. Por ahora lo que se verifica es el advenimiento del vulgo. Traiga usted una revolución que
nos suprima el vulgo, don Ángel, y le proclamaré Mesías.

Don Justo. — Ese director de circo, que, por cierto, será un excelente psicólogo de multitudes, cuenta ganar por lo menos medio millón. Total, dos millones por presentar a Roosevelt. ¿Y quién los pagará? Nuestro amo,
el público, el número informe que teníamos antes, como debe estar, atado a la noria. Y cada uno de los que acudan a tan imbécil espectáculo opina, y vota y gobierna. Yo me estremezco.

Don Ángel. — Yo también; pero de entusiasmo.

Don Tomás. — ¡Pensar que hemos enseñado al vulgo a leer! Así lograremos matar el arte, porque hoy no es una aristocracia rica y de buen gusto quien retribuye al artista, sino Don Cualquiera. Nuestro héroe literario es
Sherlock Holmes. Después del fatal hallazgo de la imprenta, no era posible evitar la catástrofe.

Don Justo. — ¡En qué día está usted! ¿Y los descubrimientos científicos son decadencia?

Don Tomás. — Claro que sí. No son los hombres los que descubren; es el método. ¿Y qué es el método uniforme y único? El amaneramiento de la razón. No me sorprenderá que se invente una máquina de descubrir.
Ya las hay de calcular, y nuestra ciencia es pura aritmética. Entonces al menos descansaríamos, que bastante falta nos hace.



PROPINAS

DON TOMÁS. — El vecindario de Santander regala un palacio a Alfonso XIII. Ya hay 1.000.000 de pesetas reunidas.

Don Ángel. — La propina es notable.

Don Justo. — ¡Oh! Sea usted más correcto. ¡Propina!

Don Ángel. — ¿Cómo debo decir?

Don Justo. — Ofrecimiento ... Respetuoso ofrecimiento. Hay que respetar a los reyes. ~

Don Tomás. — Sobre todo en una república.

Don Ángel. — No me opongo. A mí me gusta respetar a todo el mundo. También respeto a los mozos de café, y, sin embargo, no creía insultarles, al poner en sus manos una propina. '

Don Justo. — ¿Qué tiene que ver una cosa con otra? Si no sabe usted distinguir un sirviente de un rey, le compadezco. .

Don Ángel. — No estoy reñido con Alfonso XIII. Reconozco que es de buena familia. ¿Pero qué palabra genérica emplearemos para designar lo que dimos sin estar a ello obligados? Propina, me parece preferible por lo
benévola. Supone un trabajo cumplido, quizá mal pagado. Quizá no pagan lo justo al rey.

Don Tomás. — Quizá. En tal caso, se trataría de una gratificación.

Don Justo. — Gratificación es todavía insolente.

Don Ángel. — ¿Menos insolente que propina, verdad?

Don Tomás. — Menos. Se aplica a un empleado. Usted ofendería a un escribiente si le "propinara". En cambio, un mendigo se enorgullecería, porque recibe limosnas, y no propinas ni gratificaciones. Si es a la Divinidad a
quien usted favorece, use el término ofrenda. ¿Comprende usted?

Don Ángel. — Bonita escala: limosna, propina, gratificación, ofrecimiento y ofrenda. De pordiosero a Dios.

Don Tomás. — Y ninguno rehusa.

Don Justo. — Observemos que en la iglesia caben todos los peldaños, lo cual prueba la incalculable penetración social del catolicismo. Así podemos presentar una limosna al capuchino, una propina al sacristán, una gra-
tificación al cura y una ofrenda al Papa. Hace precisamente un año que un desconocido envió un millón de liras a Pío X.

Don Tomás. — El obsequio ha de estar en proporción con el obsequiado. Para una familia entera que se muere de hambre, bastan unos centésimos. En cuanto a los burgueses, recuérdese la definición de Bernard Shaw: "un
burgués es un hombre que no quisiera aceptar como propina menos de un billete de cinco libras". A medida que el candidato es más rico, más poderoso, hay que ofrecerle más. ¿Quién se atreverá a molestar a un Alfonso XIIIo a un Pío X, con menos de un millón? Y Dios, por último, que nada necesita, tiene derecho a exigirlo todo, las fortunas, los cuerpos y las almas.

Don Justo. — El pobre tiene también derecho a su limosna.

Don Justo. — Es mi convicción. Yo reservo una suma al mes, siempre idéntica, para obras de caridad.

Don Ángel. — ¿No teme usted arruinarse?

Don Justo. — Sería muy triste que por un altruismo exagerado, cayera en la pobreza y me imposibilitara de seguir haciendo el bien. La cantidad que consagro a tales fines es lo suficientemente reducida para no desequili-
brar mi presupuesto. Me atengo a mi deber de cristiano, y confío en la recompensa.

Don Ángel. — Coloca usted su dinero en un banco honorable, incapaz de quebrar. Le pagarán a usted con exactitud, don Justo. Con el juicio con que juzga usted, será juzgado. Con la medida con que mide le volverán
a medir.

Don Justo. — ¿Qué jerga es ésa?

-Don Ángel. — San Mateo, capítulo séptimo, versículo segundo.

Don Tomás. — (A don Justo). ¿Tiene usted muchos
pobres?

Don Justo. — No muchos, doce o quince. Hace años que los tengo.

Don Tomás. — ¿Los mismos?

Don Justo. — Los mismos. De tarde en tarde, se lleva uno al hospital y desaparece. Esto es raro, gozan de aceptable salud. Ellos y yo envejecemos juntos; ellos un poco más de prisa. Es curioso; tan pobres están, como cuando los conocí; llevan la ropa de aquella época. Son algo derrochadores. No ahorran. En tanto tiempo, su situación no ha cambiado, ni la mía tampoco.

Don Tomás. — Tal es la función de la beneficencia: conservar los pobres, única manera de conservar los ricos. Sin la beneficencia, los pobres sucumbirían a la inanición, al frío, a la enfermedad. Seria cruel. Hay que mantenerlos en la miseria. Es preciso que vivan. Sacarlos de ella, transformarlos en ricos, sería revolucionario. ¿Conciben ustedes una beneficencia revolucionaria? Lo era la de Cristo. "Dadlo todo" era su máxima monstruosa. ¿Dónde iríamos a parar con semejante doctrina? Al caos. Damos lo que conviene dar, para que continúen las cosas como están, unas encima de otras, en igual orden que ayer. La escala de donaciones es conservadora. La ignominiosa limosna al mendigo. El millón al rey, si se digna no rechazarlo, para que no salga de rey, oficio que impone cierto lujo. Nuestra sociedad constituye una mole colosal y tan complicada, que ya nos es imposible tocar los cimientos.

Don Justo. — Estoy conforme. Al primer sillar atacado, se viene a tierra el edificio, y no queda uno de nosotros.

Don Ángel. — Buen par de zorros están ustedes.



E L D U E L O

DON TOMÁS. — ¿De modo que acepta usted la costumbre del duelo?

Don Justo. — Acepto las costumbres de mi época porque no quiero morir lapidado. Es factible y a veces lícito atacar los dogmas, los gobiernos, las ideas, las leyes, pero contra una costumbre es ir verdaderamente contra
Dios. Lo que ha anulado a los cuáqueros no es su credo —mil herejías disparatadas triunfan— sino su manía de no quitarse el sombrero jamás.

Don Ángel. — ¿Ni cuando se acuestan?

Don Justo. — No se lo quitan en público, y eso es lo grave. Ensayad aquí el saludo de ciertos polinesios, que consiste en escupir a las mejillas y en frotarlas después con la palma de la mano, y veréis qué tal os va. Os suprimirían más rabiosamente que si fuerais asesinos. ¿Qué crimen hay comparable con el de no ejecutar los pequeños gestos mecánicos, idénticos ...

Don Ángel. — Simiescos...

Don Justo. — ... de nuestra sociedad incierta? Y debe ser así. Necesitamos estabilidad, y siendo difícil obtenerla en el pensamiento, la realizamos en la conducta. Algo es algo. El duelo es respetable, puesto que se usa. Un periodista o un político que no se bate está perdido.

Don Ángel. — Hace falta demasiado valor para no batirse.

Don Tomás. — Hablan ustedes del duelo como de una formula fija, y no lo es. Se transforma, tendiendo a la mayor benignidad compatible con las armas, y hoy, en los países de alta civilización, se ha llegado a dosificar bastante bien el peligro. La espada francesa permite la esgrima del antebrazo, y dos tiradores regulares se encuentran seguros del codo arriba. El sable es menos preciso, y la pistola, aunque disminuya ad libitum la probabilidad de lesión, no es muy útil, pues no nos deja dueños de graduar la importancia del daño posible. Una herida inevitable y mínima satisface a todo el mundo, unas gotitas de sangre suficientes a firmar el protocolo.

Don Ángel. — El duelo de cumplido.

Don Tomás. — El ideal. Las costumbres fatales y estériles se convierten así en puros cumplidos.

Don Justo. — Que hay que cumplir.

Don Tomás. — Felizmente sin grandes riesgos.

Don Ángel. — Para los asuntos graves el duelo no sirve, no presenta ya la seriedad requerida. Es preciso volver al homicidio normal.

Don Tomás. — Sí, es más justo. El duelo se reduce a la etiqueta del heroísmo, la cual exige futilidad de causas. El honor se vincula con la violencia; ya dijo Scarron que tenemos vergüenza al hacer los hombres, y honor al deshacerlos. Son los militares los profesionales del honor, puesto que su oficio les familiariza con la muerte. Y el puntillo de honor, más exquisito aún, es propio de matones y de duques. Matarse por una insignificancia, porque sí, aunque sea sólo en simulacro, constituye un estimulante precioso que las gentes reclaman. Yo reservaría el duelo —atenuado, sistema del antebrazo— para estos conflictos estrictamente nobles.

Don Ángel. — Comprendo el juicio de Dios. Es cosa tan ardua, en los negocios humanos, saber quién tiene razón, que es lógico quizás renunciar de cuando en cuando a la lógica, y entregarse al azar. Pero en el juicio de
Dios el vencido era culpable: el honor que recobraba un contendiente era sacado al otro. En el duelo moderno los dos son absueltos; los dos se reivindican; los dos recobran su honor. Es curioso.

Don Justo. — Por economía. El duelo no es un tribunal. Yo, que soy juez, no me creo obligado a batirme con los delincuentes que condeno. La colectividad se empobrecería rápidamente si descalificara a uno de sus distin-
guidos miembros en cada lance. Por eso el duelo es provechoso. Devuelve con facilidad el honor a quien lo extravía. Y el honor hay que cuidarlo; es el poder de circulación social.




E L J U RA M E N T O

DON ÁNGEL. — ¿No les parece a ustedes anacrónica la costumbre de que los altos funcionarios presten juramento?

Don Justo. — La democracia ha vulgarizado de tal modo la misión de gobernar, que un presidente o un ministro es considerado semejante a los demás hombres. Cualquier repórter de la prensa opositora insulta libremente
al jefe de la patria. Un mozo de café, sin otro riesgo que algunos meses de cárcel, tira de la barba a Mr. Fallières. Hemos perdido el respeto a las cosas más serias.

Don Ángel. — Es que ya no son serias. Pero siga usted.

Don Justo. — ¿Por qué no conservar siquiera un simulacro de solemnidad a ciertas ceremonias? Y con esto hay funcionarios que creen en Dios. ¿Por qué no admitir, en provecho común, el compromiso total de sus conciencias?

Don Tomás. — Sería mejor que nos bastara su palabra de caballero.

Don Ángel. — ¿Y qué pensar de los que debutan con la farsa de jurar sin creer?

Don Tomás. — Cuando una farsa es solemne, vale como una verdad.

Don Justo. — Evidentemente. ¿Qué le importa al fiel de rodillas en el templo si el sacerdote que alza la hostia es sacrilego o no? No es la verdad lo que mueve el mundo, sino la fe. Mientras tengamos fe en una mentira
no es tal mentira. Es una realidad que obra y triunfa. La cuestión no está en si Dios existe o no existe. ¿Existe nuestra fe? He aquí el problema. Nuestra fe crea a Dios; nuestro descreimiento lo mata. Ante la ciencia, lo religioso no se puede plantear ni enunciar; no tiene sentido.

Don Tomás. — Jamás nuestro análisis separará a Dios del Diablo en la naturaleza.

Don Ángel. — No nos remontemos así, bajemos a los altos funcionarios. No veo la necesidad de que prometan nada, con ritual o sin él. Si se les ha nombrado, es porque inspiraban confianza suficiente.

Don Tomás. — Se trata de una manía general, antigua y poderosa, la de congraciarse con los dioses, la de sobornarlos para que por lo menos nos dejen tranquilos. El juramento administrativo es una de las mil formas de
sacrificio propiciatorio. El padre bautiza al hijo, la doncella pide novio al santo, el cura se encarga de bendecir recién casados, lanchas pescadoras, acorazados, boliches nuevos, primera piedra de palacios, hospitales, presidios y puentes; se sacramentan sanos, moribundos y muertos; se consagran hasta los patíbulos. No hay negocio del que no demos aviso a las alturas, pagando la estampilla. La más sórdida cortesana tendrá una medalla, un fetiche, una cábala, una jaculatoria para atraer clientes; el salteador de caminos suplica a la Virgen que se acuerde de él, y le envíe un rico viajero a quien desvalijar. El Todopoderoso permite los crímenes; aprovechémonos. ¿Quién no estrena el día reclamando misericordia al destino? ¿Qué ateo no dirige constantemente invocaciones vagas al azar? Y si fuéramos más sabios usaríamos todas las religiones, llamaríamos a todas las puertas, rogaríamos a la vez a Cristo, a Mahoma, a Buda, a Confucio, a los últimos ídolos de la Polinesia y de África. No hay precaución que sobre.

Don Justo. — El juramento de los altos funcionarios es útil, moralizador. ¿Ha oído usted que hayan fallado nunca a él? ¿Qué presidente, qué ministro olvidó su sagrada promesa? ¿Qué director general se ha fugado con los fondos? Ninguno. Por qué juró ser honrado. Esto es irrebatible.

Don Ángel. — ¿Y los que se enriquecen en el puesto? Digo lo que el baturro: "el río no crece con agua clara".

Don Tomás. — Error, error y error. Saque usted al funcionario del puesto. ¿Continuará enriqueciéndose? No. Entonces la causa no consistía en él, sino en el puesto. Un ministro se vuelve millonario automáticamente, por
circunstancias de topografía social. ¿Conoce usted esa maquinita centrífuga para hacer manteca? Gira veloz, y la nata que pesa más, se acumula en los extremos. La civilización es una enorme máquina centrífuga que acumula el oro en las capas superiores. No confundamos un fenómeno moral con un fenómeno físico. Seamos justos.

Don Justo. — En cuanto a los bajos funcionarios, no necesitan jurar. La miseria les asegura. Por arriba las responsabilidades se van delegando indefinidamente, y sobre la presidencia de la República, Dios, gerente supremo de las oficinas, cierra el escalafón.




E L B E S O Y L A M U E R T E

DON TOMÁS. — El beso es peligroso. Los microbios pasan calentitos de una boca a otra. ¡Cuántas enfermedades se inoculan así! La difteria, la tuberculosis, el amor. No conviene tampoco apretarse la mano, hablarse de cerca ni aglomerarse en un recinto. La proximidad del prójimo amenaza; su aliento asesina. ¿Qué son nuestros padres, nuestra mujer? Frascos de bacilos. La sociedad envenena; la familia mata. No hay caricias higiénicas, y los amantes tienen que encontrar el medio de poseerse sin tocarse. Mientras no lo encuentren, sus besos esparcirán la ponzoña en la distancia y en el tiempo. Como Adán y Eva se trasmitirán su lepra y la trasmitirán a su hijos y los hijos de sus hijos, hasta la cuarta generación.

Don Justo. — Ya ve usted qué sensato ha sido Dios castigando en nosotros la culpa de nuestros abuelos. El pecado se contagia y se hereda, igual que ciertas pestes. Se es pecador de nacimiento, como se es herpético. La na-
turaleza y Dios están conformes. Acusar de injusta a la naturaleza, porque me fabricó canceroso, no tiene seno. Tampoco lo tiene acusar a Dios.

Don Ángel. — Puesto que Dios no existe. Pero si yo no acuso a la gran salvaje, le declaro la guerra, y la venceré. Yo, el Hombre.

Don Justo. — Y ¿cómo?

Don Ángel. — Curándome, curándome el cáncer. ¿Qué la civilización, sino el duelo entre la naturaleza y el hombre? El vicio no es individual; es social. Ninguno de nosotros es el responsable; lo somos todos. Los gérme-
nes morbosos, lo mismo los que desorganizan el cuerpo, que los que desorganizan el espíritu, circulan, flotan, penetran y rara vez hieren al que los ha producido. Son anónimos; forman un ambiente, y en ellos no hay nada personal. La casualidad de un contacto me comunica la podredumbre de un miserable. ¿Y qué? Habría injusticia si yo fuera inocente, si yo fuera mejor; pero soy como él un pedazo humano, un hueco de carne donde llovieron los siglos, y que no manifiesta la milésima parte de lo que oculta. La ilusión de que podemos juzgarnos es la más dañina de nuestras ilusiones. ¿Cómo seré inocente donde no hay culpables? No hay inocentes ni culpables; sólo hay desgraciados, y el único recurso que tenemos contra el destino es disminuir nuestra ignorancia. ¿Para qué condenar? Basta aprender, enseñar y curar.

Don Justo. — Los gérmenes flotan, dice usted; ¿de dónde salieron? ¿Por qué no hemos de buscar los focos?

Don Ángel. — En cuanto a los gérmenes de infección fisiológica, el foco es la miseria. Mas la miseria de los pobres es la codicia de los ricos; el foco verdadero es moral. De los talleres, de las bohardillas, de los rincones del hambre, de las cavernas de la desesperación, de los presidios y de los hospitales, del inmenso bajo fondo de sangre y de lágrimas en que se cimenta el edificio colectivo es de donde se escapa la muerte vengadora; de allí se levantan las bacterias democráticas para enlutar los palacios y hasta los tronos. Mediante la industria explotamos al mayor número, y también multiplicamos las comunicaciones, las corrientes emigratorias, la movilidad humana y las facilidades de conjunto. Nuestros cañones ametrallan exóticas razas indefensas, y ellas nos corresponderán con enfermedades misteriosas y terribles, que se embarcarán en nuestros vapores y en nuestros trenes, y vendrán a diezmarnos. Hemos prostituido a nuestras hijas, hemos abaratado el beso, y en cada beso que nos dan hay un poco de tósigo probable para nuestras venas. Por los caminos que abrió nuestra avaricia llegan los fantasmas del dolor. Nos destrozamos los unos a los otros, y la tierra es pequeña para enterrar tanta víctima. Nuestros crímenes hieden. Caín está atado al cadáver de Abel, y el muerto pudre al vivo.

Don Justo. — ¿Qué tal? ¿Oyó usted, don Tomás, la palabra crimen? Nuestros crímenes hieden. ¿En qué quedamos? ¿Hay culpables o no?

Don Ángel. — Retiro la palabra. Fue el calor del discurso. ¡No, caramba!, no hay culpables. El avaro no es malo, es tonto. No comprende que sería incomparablemente más feliz en una sociedad de estructura altruista. Ser malo es ser de otra época. El crimen es un anacronismo.

Don Tomás. — No importa la ignorancia, si se es inteligente. La ciencia, como desinfectante moral, presta servicios. ¡Pero es tan lenta! Entretanto, contentémonos con el ácido fénico, el sublimado y el permanganato de
potasa. Desinfectemos la pasión; esterilicemos los labios que hayamos de besar. Y si la prudencia lo exige, limitémonos a las vías indispensables. Renunciemos —¡helas!— a las mucosas digestivas.



A L C O H O L I S M O

DON JUSTO. — ¿Y ustedes, han leído la Biblia?

Don Ángel. — No hay ninguna belleza en ese libro, porque es inmoral.

Don Tomás. — El argumento no es nuevo.

Don Ángel. — Pero es siempre gracioso. A mí por lo menos menos me divierte ver a un poeta que, ante el gigantesco y lúgubre anatema de Ezequíel, exclama: ¡Pornográfico!

Don Tomás. — El pobre Zola se habrá estremecido en su tumba.

Don Ángel. — O a un escultor que, ante la Venus de Medécis, ruge: ¡Qué asco! Miren adonde se lleva la mano izquierda...

Don Justo. — Pues yo creo que la decencia y el sentido común tienen su importancia.

Don Tomás. — Enorme. La de la moda.

Don Justo. — Las señoritas del siglo xx no deben conocer ciertos pasajes, demasiado sinceros, de la historia judía.

Don Ángel. — Están ya satisfechas con Carlota Braemé y Carolina Invernizio, que al fin escriben novelas correctas dignas del respeto de los críticos dentro de tres mil años.

Don Tomás. — ¡Bah! Dentro de tres mil años, nuestras costumbres, no las íntimas, que varían poco, sino las oficiales, parecerán monstruosas. La lógica, la moral, son figuras muy efímeras, muy débiles, muy a la superficie de nuestro ser. Los manantiales de la belleza están mucho más adentro.

Don Justo. — ¿Y por qué lo que pasa no habría de tener su trascendencia para nosotros, que también pasamos? Lo que cambia de siglo en siglo es la individualidad, la persona, lo qué con mayor pasión se ama y con mayor energía se defiende. Yo confieso la moral de mi tiempo, yo admiro a las autoridades de Aukland, que desde el fondo del Pacífico nos dan lecciones en la lucha contra el alcohol.

Don Tomás. — Suprimido el alcohol público, quedará el clandestino. ¿Qué sucede cuando se reprime la prostitución? Que aumentan los adulterios. Y suprimido el alcohol clandestino, habrá que suprimir otra cosa, y no se
acabará nunca. Las aguas del río tarde o temprano, llegan al mar. Se combate el alcoholismo como causa de males, y es un efecto: la gente bebe por algo; no se trata de un accidente, sino tal vez de una necesidad.

Don Justo. — ¡0h! ¿Pretendemos disminuir los vicios y usted, médico, nos negaría su apoyo?

Don Tomás. — Ya sé hacia dónde caminamos: a una tutela técnica. Se quiere aplicar a las razas humanas los métodos de crianza aplicados a los animales domésticos. Tenemos un ideal de caballo de carrera, el que más co-
rre, y un ideal de buey comestible, el que da más kilos de buena carne. ¿Cuál es el tipo de hombre por obtener? Cuestión de valores, como dicen los psicólogos. Cuestión de metafísica. Yo tengo mi tipo, y usted tendrá el suyo.

Don Justo. — Limitémonos sencillamente a conseguir la salud. ¿O es que discute usted la conveniencia de la salud?

Don Tomás. — ¿Por qué no? Escaso valor atribuirá un místico a la salud. ¿Prefiere usted la salud del gañán a la de un Pascal, un Lucrecio un Leopardi? ¿Y usted mismo, por evitar la neurosis, por alargar unos cuantos metros su inútil y triste vejez, renunciaría a los divinos placeres de la inteligencia? Aparte de que es cómico hablar de salud a los que han de morir. La única enfermedad verdaderamente incurable es la vida.

Don Ángel. — El capitalismo conduce a la tiranía científica. Hoy se violan los domicilios y se encarcela a los ciudadanos para prevenir una infección. Mañana se reglamentará el alimento y las relaciones sexuales. Carnegie paga una prima a sus obreros sobrios. Un obrero sobrío es una máquina limpia. Se impondrá al proletariado la salud, para mejorar su rendimiento económico. En cuanto a la moral moderna, toda ella se resume en este artículo: probidad. Y se comprende: la probidad es la base del capitalismo; es la resignación del pobre.

Don Tomás. — ¿Será prudente privarnos de estimulantes? ¿Tendremos el valor de rehusar su café a Balzac, su whisky a Poe, su éter a Maupassant? ¿Abandonaremos esos reactivos misteriosos, que acortan nuestra existencia, sí, pero apretándola y haciéndola por momentos luminosa, como astro en gestación? ¿Ese amor a la salud física, ese odio a las rarezas orgánicas, no serán un peligro social? Quizá, merced a los procedimientos democráticos, estamos reduciendo la estatura de la humanidad a la de sus más mediocres miembros. Quizás una higiene estúpida, enemiga de las excepciones, logre castrar de genios nuestra especie.



UNA VALIENTE

DON ÁNGEL. — Me gusta esa muchacha...

Don Justo. — ¡Hola! ¿Ésas tenemos? Casado, es decir unido y con cuatro nenes, ¿todavía le gustan las muchachas?

Don Ángel. — Déjeme concluir. Me gusta esa muchacha que ha optado al título de farmacéutica, después de años de tenaz estudio. Es una valiente. Me agradaría tener una hija así.

Don Tomás. — Es un caso.

Don Justo. — Alabo tanta constancia, pero...

Don Ángel. — ¿Pero qué ?

Don Justo. — Apliquemos el criterio de Kant, amigo mío. ¿Se felicitaría usted de ver las escuelas llenarse de futuras farmacéuticas, médicas, abogadas, ingenieras y cirujanas?

Don Ángel. — ¿Por qué no? Las mujeres tienen también derecho a vivir.

Don Tomás. — No emplee usted esa palabra, que nada significa. No hay derechos, no hay sino hechos. Las especies y los individuos quieren vivir, y quieren vivir siempre mejor, cada vez más anchos y más hondos. Es la ley de la vida; multiplicarse a expensas de la muerte, aumentar sin término. Todos somos indefinidamente elásticos, como los gases; son los obstáculos quienes nos limitan y nos da una figura. Las mujeres quieren vivir, puesto que viven; quieren emanciparse, lo mismo que los hombres, y cuando su voluntad sea bastante fuerte para que no haya otro remedio sino aceptarla, la llamaremos un derecho. La usurpación de hoy es el derecho de mañana.

Don Ángel. — Bueno.

Don Justo. — Justo es que algunas jóvenes, si lo desean, no encuentren dificultades en adquirir y beneficiar una cultura superior. Es cuestión de aptitudes; aunque hemos de confesar que las aptitudes de la mujer...

Don Ángel. — ¡Ah! ¡Ya apareció aquello! Usted es de los que poseen una definición infalible del cerebro femenino, y saben matemáticamente lo que es y lo que será. No profeticemos, don Justo. Si le hubieran interrogado a usted hace treinta años sobre las aptitudes de los japoneses, ¿qué hubiera dicho usted? No imaginamos la sorpresa que nos reservan los chinos... y las chinas. ¿Las aptitudes de la mujer? No las conocemos, porque jamás le hemos permitido trabajar más que de una manera: como bestia de carga. La experiencia nos enterará. Esperemos hasta entonces.

Don Justo. — ¡Triste experiencia! Iremos borrando la belleza de nuestras compañeras; disminuiremos la poesía del amor y comprometeremos la vitalidad de la raza. Atacar un sexo es amenazar los dos. La mujer y el hombre son los hemanos siameses. Herir a uno es herir al otro. ¿Acaso las funciones de la generación no son suficientes a ocupar, dignificar, transfigurar a la mujer? ¿Pretende usted hacer de ella algo más elevado que una madre? El hogar encierra dentro de sí la sociedad entera, y hago mía la célebre máxima: "nuestra esposa debe residir en la casa como el corazón en el pecho".

Don Tomás. — Vamos despacio. Respecto a la belleza: buenas noches. La democracia la ha matado. Brilló en Grecia, merced a la esclavitud. Un producto tan exquisito exige la división de castas, una zona fija, inviolable,
en que los siglos acumulen el lujo y los privilegios, una aristocracia en que la sangre se cargue de bouquet. La promiscuidad nos ha vuelto horribles. Fulanita tiene una preciosa nariz, pero los ojos correspondientes no los tiene ella, sino Menganita. Hay que renunciar a ser hermoso de pies a cabeza. La democracia ha reducido la belleza a fragmentos: nos la hemos repartido y nos ha tocado muy poco. Respecto a la generación, quizá no la haga peligrar una variedad nueva de mujeres trabajadoras. Las hormigas se reproducen bien, a pesar de las neutras u obreras. Marchamos, tal vez, a un polimorfismo sexual, útil a nuestros fines generales, y dentro de varias centurias contemplaremos una multitud laboriosa y ágil de hembras inteligentes, estériles y virtuosísimas, recién fabricadas para ayudarnos a triunfar del misterioso destino.

Don Ángel. — Me divierte, don Justo, confundiendo la realidad con las cortes de amor. "Nuestra esposa debe residir en su casa..." ¿Se figura usted, galante don Justo, que nos preocupamos de que las mujeres tengan casa? La madre, la madre, a secas, es un objeto de vergüenza y de escándalo. ¿Cómo? ¿Nos explotamos ferozmente los unos a los otros, y no explotaríamos a la mujer, indefensa y débil? Los hijos... ¿qué nos importan los hijos? Un cincuenta por ciento perece antes de alcanzar la pubertad. ¿Qué hemos hecha para evitarlo? ¿Hemos protegido a las jóvenes, las hemos informado a tiempo de lo que es la procreación? No; las reclamamos imbéciles de cuerpo y alma. Las condenamos a diez años de castidad absurda, engendradora de hipocresía y de vicios, y eso cuando nos dignamos casamos con ellas, retirarlas del mercado de vírgenes. Si no, ¡que revienten con su ignorancia! ¿Qué hará una niña pobre y fea? ¿Suicidarse? Esa mirada con que los hombres aforan la cantidad de placer que extraerán del sexo opuesto no es una mirada de amor, sino de codicia. La galantería, don Justo, es una farsa de salón. Venga conmigo al taller, a la fábrica, y comprenderá lo que es la galantería del macho; allí se paga a las mujeres lo menos posible, no porque sean más torpes, sino porque son mujeres. La imagen de Penélope es conmovedora, pero si Penélope tiene hambre y está obligada a vender tela cada día, en lugar de deshacerla, ¿qué obtendrá? Obtendrá en París 65 céntimos, y por no sentir los dolores de la inanición coserá en la cama. Por eso es valerosa la muchacha de que hablé antes. El valor consiste en examinar la verdad frente a frente, y la verdad, para esa mujer decidida a luchar con todas las armas que le proporciona su época, es que el hombre no es su hermano, sino su enemigo.

E L P I A N O

ADELA. —(Diecinueve años: es la hija de don Tomás. Está sirviendo el té) . ¿Dos o tres?

Don Ángel. — Tres. Muy dulce.

Don Tomás. — Don Ángel es romántico. Oscila del almíbar al ácido prúsico.

Adela. — Yo no tomaré nunca ácido prúsico.

Don Tomás. — Como no sea por equivocación. Yo, para suicidarme, elegiría un medio infalible.

Don Ángel. — ¿Cuál?

Don Tomas. — La vejez.

Don Ángel. — Es un medio lento.

Don Tomás. — Pero sí se empieza con él no hay manera de volverse atrás. ¡Adelita!

Adela. — ¿Papá?

Don Tomás. —Siéntate al piano un ratito.

Adela. — ¿Y qué toco? Si estoy tan mal de los dedos... Hace días que no estudio.

Don Tomás. — Toca cualquier cosa.

Adela. — ¿"Tu desdén me enloquece"?...

Don Tomás. — Eso es.

Adela. — ¿O "Sospiri del cuore"?

Don Tomás. — Bueno. La niña principia tranquilamente a golpear las teclas.

Don Tomás. — ¿Sufre usted?

Don Angel. — Nada de eso. Mi pobre hermana tocaba lo mismo.

Don Tomás. — Así hablamos con libertad, sin más inconveniente que alzar un poco la voz. Antes, cuando había que alejar a las doncellas de una conversación escabrosa, se las enviaba, con cualquier pretexto, fuera de
la habitación. Ahora se las ruega que se sienten al piano.

Don Angel. — Nosotros charlamos de asuntos que aburren a Adela. Es muy inteligente.

Don Tomás. — Muy inteligente. Muy poco instruída. No me atrevo a enseñarle nada serio. Temo embrutecerla.

Don Angel. — ¡Oh!, no estoy conforme.

Don Tomás, — Es usted nías joven que yo. Sus hijos no le preocupan todavía sino en lo referente al tubo digestivo. Deje que crezcan, y la experiencia le hará a usted pensar como yo. La ciencia, a usted y a mí, no nos
ha denegerado por completo. Yo, sobre todo, he resistido mucho.

Don Angel. — Por lo contrario, me parece que el que combate y refuta la ciencia y no se somete soy yo...

Don Tomás. — ¿Ve usted? La ciencia le ha puesto furioso. Le ha desequilibrado. Yo la acepto socarronamente...

La niña concluye la primera parte.

Don Tomás. — ¡Muy bien!

Don Angel. — ¡Muy bien!

Don Tomás. — ¡Sigue, sigue! La niña sigue.

Don Tomás. — Por ejemplo, la cuestión música. Mi hija, Dios mediante, no saldrá nunca de sus valses, sus polcas y sus romanzas. Me resigno a escuchar, hasta que las escuche su marido, esas piezas inevitables que para
mi, felizmente, se reducen a una sola. Yo, a lo menos, soy ya incapaz de distinguir "Tú y yo'' del "Llanto de una viuda". ¿Y usted?

Don Ángel. — Yo tampoco. ¿Pero cómo, siendo esta muchacha tan despierta, tan sensible, la priva usted de los grandes compositores?

Don Tomás. — ¡Qué delirio! ¿Recetar a Adelita, Beethoven, y Schumann, y Wágner? ... ¿Volcar en esa alma ingenua y ardiente un océano de verdadero arte, de verdadera pasión? ¿Añadir a la vida virgen los más podero-
sos estimulantes de vida? Vamos, usted quiere que se fugue con el profesor... No. Hay que proteger a los débiles. Un ser sencillo y puro, de sentimientos generosos como por desgracia es Adela, es un ser débil en medio
de nuestra sociedad idiota y cruel, gangrenada de convencionalismos feroces...

Don Ángel. — ¡Bravo! Estoy con usted. ¡Bravo!

Adela. — (Desde el taburete). ¡Gracias!

Don Tomás. — No ... Si es que... Sigue, sigue. (A don Ángel). Entonces, la protejo con todas las corazas cursis de la buena educación. Sepa usted que mi hija lee la peor literatura posible, hasta los diarios. Las obras maestras son las que corrompen. El recto sentido de Adela rechaza las paparruchas de los novelones, y tiene en lastimoso concepto a los poetas. Su espíritu noble, en cambio, acabaría por ceder a la seducción de un Byron, de un Goethe., Amigo, no soy bastante millonario para permitirme una hija original, es decir, una hija que sea una mujer libre, y no una esclava con permiso. ¿Qué dice usted?

Don Ángel. — Que es muy triste oírle. Creo que es necesario tener valor, abrir las esclusas de la verdad y de la belleza sobre los corazones, suceda lo que suceda...

Don Tomás. — Está usted en un camino peligroso. No ha llegado aún el tiempo de soltar las armas y de pasear con el pecho desnudo entre nuestros semejantes. Sí hoy Jesús repitiera su ensayo, ¿qué ocurriría?

Don Ángel. — Ya lo sé. Igual que hace veinte siglos. Y, sin embargo, es preciso luchar. Es preciso asir por donde podamos la realidad rígida y terca, sacudirla, empujarla, ablandarla con el calor de nuestra sangre...

Don Tomás. — ¡Ah, soñador, soñador! Por supuesto, que sus libros de usted le están prohibidos a Adela.

Don Ángel. — ¿Como los de Goethe?

Don Tomás. — Sí, señor. Quéjese usted si osa.

Don Ángel. — ¡Dios me libre!

La niña concluye la segunda parte.

Don Tomás. — ¡Muy bien!

Don Ángel. — ¡Muy bien!

Don Tomás. — Sigue, sigue.

Adela. — Se ha terminado ya. (A don Ángel) ¿Le gustaron los "Sospiri del cuore"? ...

Don Tomás. — ¡Hombre! Me figuré que era "Tu desdén me enloquece".

Don Ángel. — Es lo mismo. Muy bonito.

Don Tomás. — Es lo mismo.




I D I L I O

MARÍA. — Los niños duermen.

Don Ángel. — Y nosotros soñamos, y nos volvemos niños. Empapemos nuestro amor en la sombra tibia del espacio. ¡Con qué naturalidad celeste respira nuestro nido en el seno del mundo! ¿No sientes en esta paz oscu-
ra y palpitante la inmortal fraternidad de las cosas?

María. — Habíame.

Don Ángel. — Ven a mi lado. Reposa tu cabeza en mi pecho. Trae junto a mi boca tu orejita blanca, concha de nácar misteriosa, abierta bajo la onda suavísima de tus cabellos. Quisiera hablarte con suspiros y con silencio.
Te diré locuras incomprensibles; imitaré los juegos de las nubes y de las aguas; nada entenderás en mi voz, sino mi voz misma, y el acento ardiente de mi corazón.

María. — No sé si entiendo tu corazón; lo escucho latir. Pero no confundo sus latidos con los de ningún otro, y sin ellos me moriría.

Don Ángel. — No nos entendemos. Nos amamos. Nos quitarían la razón, mujer mía, y seguiríamos amándonos.

María. — En la ausencia y en la muerte, seguiríamos amándonos.

Don Ángel. — El cielo vuelca en tus ojos su tesoro de estrellas. Miro las estrellas amigas de tus ojos.

María. — ¡Cuántas estrellas! ¿Nos miran las estrellas, Ángel mío?

Don Ángel. — Nos miran. Desde donde ellas están, la tierra es un triste abismo, un firmamento caído en cuyo fondo hay también puntos de luz. Puntos de luz en las tinieblas; lo único visible de nosotros a través de la dis-
tancia infinita.

María. — Y esos puntos brillantes, ¿qué son?

Don Ángel. — Los ojos de los amantes. Y las estrellas son miradas de amor, clavadas para siempre. El sol es un pedazo de amor. Tus ojos amantes iluminan, como los astros, las almas apagadas. Devuelves la vida a los
que la perdieron y se la das a los que la esperan. Está en ti la fuente de toda salud y de toda alegría. Contra tí y contra quien te adora nada puede el destino, aunque haga perpetua alianza con el tiempo.

María. — Nuestro amor no tiene fin.

Don Ángel. ~ El poder soberano de nuestro amor resplandece en los ojos de nuestros niños. Asómate a esas claras pupilas, y en su inocencia sagrada descubrirás la presencia de un Dios invencible.

María. — Los ojos de nuestro Benjamín son los más grandes. Hoy se empeñó en coger rosas y una espina le hirió.

Don Ángel. — Enséñale el cariño a las plantas, ahora que su inteligencia está flexible de rocío, y es capaz de aprenderlo todo. Más tarde su alma, pervertida por la ciencia, dudará de tí: Enséñale a perdonar a las rosas
sus espinas. Explícale que las flores, atadas por largas raíces, no saben huir. Dile que algunas protegen su frágil existencia mediante espinas, pero que la mayor parte entregan sus corolas con la misma ingenuidad con que
abandonan al viento su precioso perfume. Dile que en su cautiverio encantado, así como elaboran los más exquisitos bálsamos y las más dulces ambrosías, también pintan y cincelan las más delicadas figuras de la naturaleza. Dile que el hombre no es capaz de fabricar un pétalo y revélale que la purísima forma y los transparentes matices de los cálices son el retrato de las almas de las flores. Las plantas solas, testigos inmóviles y solitarios del enigma universal, poseen los melancólicos secretos que nosotros, en nuestra agitación incesante, rozamos sin adivinarlos apenas.

María. — Deseo ser flor.

Don Ángel. — Tu alma serena es una flor. Me aguardaste al recodo del camino como una flor maravillosa y oculta, denunciada por la primavera. Me detuve y aspiré tu aliento sin atreverme a tocarte. No te arranqué de tu
patria: no te llevé conmigo, porque ya no tenía dónde ir. Tú eras el objeto profundo de mi viaje. En ti descansé.

María. — En tí descanso y creo. Eres mi esperanza y mi fuerza.

(Se besan bajo el inmenso palio de la noche).




D I A L O G O S C O N T E M P O R A N E O S

EL IMPERTINENTE. — Muchas veces he buscado una buena definición de la política, y ni siquiera he conseguido encontrar una mala.

El personaje. — La política soy yo.

El impertinente. — Lo difícil es definirte a tí. A primera vista la política constituye legítimamente un oficio. En ella la actividad humana parece emplearse a ejecutar una obra, a perseguir un fin. ¿Qué fin y qué obra? ¿Qué conocimientos requiere ese oficio? Aquí está lo incontestable. A juzgar por los hechos, la cultura intelectual es extraña a esta cuestión. Personas que ni para firmar toleran la ortografía ejercen altas influencias, y se dan casos de ministros instruídos. ¿Qué será mejor para la carrera política? ¿Saber química o historia, medicina o teneduría de libros? Hasta ahora los políticos no se arriesgan a estudiar nada. La política es un oficio amorfo, o el oficio de los que no tienen ninguno.

El personaje. — Nos confundes con los vagos de profesión.

El impertinente. — Y hago mal, porque desgraciadamente sois a veces muy activos. Quizá la política sea una estricta función social, como la de las mujeres hermosas. Quizá se acerque a una Administración General de Favores, a una especie de beneficencia secreta. Reducida a ese papel sería tolerable y hasta divertida. Lo malo es que complica a los que no son políticos y su labor trasciende al público.

El personaje. — Desempeñamos nuestra misión. ¿Quién orienta a los pueblos? Nosotros. No necesitamos especializarnos. Nos bastan la inspiración del patriotismo y algunas ideas generales para dirigir espiritualmente a nuestro país.

El impertinente. — Si os contentarais con dirigirnos espíritualmente, no nos hubiéramos enterado nunca de vuestra existencia. Nos resultáis algo caros, pero nos resignaríamos a ese regular dispendio con tal que no nos
molestarais todos los días. La prensa que os asesora y registra vuestras travesuras con afición de comadre, nos mete a la fuerza la nariz en vuestra cocina.

El personaje. — No extrañes esto. Lo que hacemos es de gran importancia.

El impertinente. — ¡Bah! Es la raza y no los políticos quien hace las cosas importantes. El porvenir de las naciones sale del trabajo, no de los discursos ni de las disputas. Vuestras nobles empresas son insignificantes como
vuestras infamias. Lo único que os pedimos los que nos ocupamos en algo útil, es que no cacareéis tan alto, o que cacareéis más lejos.




EL NOVIO

EL DOCTOR Minguez. (Tiene veinticinco años. Es inofensivo. Le gusta Adela). — Va haciendo menos calor.

Doña Nicolasa. — Y más fresco.

Adela. — Verdad. Anoche tuvimos que cerrar las ventanas.

El doctor Minguez. — La mortalidad ha disminuido. Una temperatura excesiva favorece las infecciones. Lo noto en mi clínica. ¿Y usted, don Tomás?

Don Tomas. — Sí, joven. Aumentan los casos de salud, tan perjudiciales para nosotros.

El doctor Minguez. — ¡Qué gracioso! ¡Siempre tan gracioso! (Se ríe bastante). Usted, señorita Adela, sí que es un bello caso de salud, de bella salud.

Doña Nicolasa. — Siempre la ha gozado. Se parece a su madre. Adela es muy sana. No lo sabe usted bien.

Adela. — No, nada de eso... como todo el mundo...

Doña Nicolasa. — ¡Y una regularidad! Adela tendrá hijos hermosos. Es como yo. Y como su abuela.

Adela. — ¡Por Dios!... No sé... Yo no creo...

El doctor Mínguez. (Profesionalmente). — Esos labios, esas encías, esa dentadura, señorita, demuestran lo que su señora madre dice... ¡Ese blanco del ojo!

Doña Nicolasa. — ¡Y qué mucosas! ¡ Espléndidas!

Don Tomás. — Deja en paz a las mucosas, Nicolasa.

El doctor Mínguez. — El traje que llevaba usted anteanoche, señorita Adela, ¿lo hizo venir de Buenos Aires?

Adela. — No, señor. Yo...

Doña Nicolasa. — ¿Cómo? ¿El traje del baile del martillero? Sí, señor. De Buenos Aires. Adela se merece cualquier sacrificio. A Buenos Aires se encarga todo lo que se puede.

Don Tomás. — Hasta maridos.

El doctor Minguez. — ¡Qué vaporosa estaba usted con esa toilette, señorita Adela! ¡Etérea, ideal! Sí, ideal; eso es, completamente ideal.

Adela. — No, nada de eso... Yo no...

El doctor Mínguez. — ¡Qué elegantes movimientos!

Don Tomás. — También se encargaron a Buenos Aires.

El doctor Mínguez. — ¡Qué gracioso! ¡Siempre tan gracioso! (Ríe bastante.)

Doña Nicolasa. — Ya empieza mi esposo a soltar tonterías.

Don Tomás. — No me hagas caso.

Doña Nicolasa. — No es preciso que me lo recomiendes; nunca te hago caso. Mí madre era como yo. A mi padre no se le hacía caso jamás, y ya ve usted, doctor, que tanto yo como mi hija estamos bien educadas.

Adela. — Yo quiero mucho a papá.

El doctor Mínguez. — ¡Qué buena es usted, señorita Adela!

Doña Nicolasa. — La pobrecilla se figura que los hombres sirven para algo.

Don Tomás. — ¡Cásese, amigo Mínguez!

Doña Nicolasa. — No le quedará otro remedio. La mujer es el ángel de la vida.

Don Tomás. — Tu dixisti.

El doctor Mínguez. — ¡Ah, señora! El ángel de la vida: muy exacto. Y casi, en esta casa, modelo de hogares, yo, en esta casa, veo aquí, en este modelo de la. . .del. . .

Don Tomás. — Adelita, cierra la ventana. Entra fresco.

Adela. — Va haciendo menos calor. (Cierra la ventana.)

El doctor Mínguez. — Mucho menos calor. Cada vez menos. La mortalidad disminuye ...

Al cabo de un rato el doctor Mínguez se despide.

Doña Nicolasa. — Tomás, no seas sucio. Adela, estira el tapete. Tu padre lo ha arrugado todo.

Don Tomás. — ¡Todo está arrugado, ay!

Doña Nicolasa. — ¿Y?...

Don Tomás. — ¿Cómo: y? ¿Y qué?

Doña Nicolasa. -— ¿Y Mínguez? ¿Se le acepta?

Adela. — Pero, mamá...

Doña Nicolasa. — Mínguez está enamorado. Está que revienta.

Adela. — No, nada de eso...

Doña Nicolasa. — Fíjate. Está lelo. Alelado.

Adela. — No será por amor, mamá. Será él así.

Doña Nicolasa. — Yo sé lo que digo. Tu padre estaba lo mismo, hace treinta años.

Don Tomás. — Peor aún. Estaba idiota.

Doña Nicolasa. — Mínguez te pide cualquier día, te sopla una declaración detrás del piano. ¿Te pones colorada? ¿Se declaró?

Adela. — Sí.

Doña Nicolasa. — ¿Y contestaste?

Adela. — Que no.

Doña Nicolasa. — ¿Que no? ¿Y por qué, no?

Adela. — Porque no le quiero.

Doña Nicolasa. — ¡Valiente razón! ¡Y para esto hemos tenido el cuidado de prohibirte las novelas! Lo debes querer. ¡Es doctor! Ya cobró su parte. Cien mil pesos. Es de excelente familia. Es un poco delicado, no es como tú, un roble. Pero no es un médico enfermo. Yo le encuentro interesante.

Adela. — No le quiero.

Doña Nicolasa. — ¡Le has de querer! ¿Te figuras que yo me casé queriendo? Le has de querer.

Adela. —Ya le dije que no...

Doña Nicolasa. — Eso se dice siempre. Has hecho bien. Le dirás que sí.

Adela. —Que no, que no quiero.

Doña Nicolasa. — ¡Estúpida!

Don Tomás. — Bueno, bueno. Basta, basta. Ven acá, Adela: ¿por qué no le quieres?

Adela. — (Llorando casi.) Le huele el aliento...

Don Tomás, — Sí, hija mía, le huele el aliento, hija sana, hermosura mía. ¿Qué le vamos a hacer? ¡No les podemos impedir que respiren!




L A R E J A

REJA de una ventana baja. Dentro la niña; fuera, el galán. Dos de la madrugada.

Él. — ¡Por fin!... Te espero desde hace mil años.

Adela. — Cállate por Dios. Estoy muerta de miedo.

Él. — ¿Duermen?

Adela. — Cállate. Creo que duermen. Mamá, de seguro. ¿No la oyes roncar?

Él. — Parece un tigre.

Adela. — ¡Chit! Papá, el pobre, suele estudiar hasta muy tarde. Si sospechara algo...

Él. — ¡Don Tomás es tan bueno!

Adela. — Te digo que hables bajo. No es su severidad lo que me aterraría, sino su pena.

Él — Es médico y se explicará estas cosas.

Adela. — No te rías, malvado. ¡Ay! Nunca me creí tan valiente, tan mala. Es la primera vez que hago esto.

Él. — Nos iremos acostumbrando, deliciosa mía.

Adela. — Te vuelves a reír, y me enseñas esos dientes blancos que tanto me gustan. ¡Qué tonterías se me escapan! Habla bajo. Estuvo esta noche Mínguez.

Él. — El doctor averiado.

Adela. — Me lo meten por los ojos, pero estás tú en ellos. Ya no hay sitio.

Él. — Felizmente. ¿Sabes que se te ocurren monadas encantadoras?

Adela. —¿De veras? Me siento otra, con la imaginación llena de chispas alegres, cuando tú estás a mi lado.

Él. — Dame tu manecita. Adela.

Adela. — No, eso no. Déjala. Habla bajo.

Él. — ¿Tiemblas?

Adela. — Tengo frío.

Él. —Yo ardo. Te calentaré las manos.

Adela. — No, te repito que no. Tengo miedo. Más bajo. Iré adentro por un abrigo.

Él. — No me abandones; permíteme mirar tu precioso cuello. Acércate. No me huyas. No me hagas desgraciado.

Adela. — ¿Me quieres?

Él. — Te contestaré al oído.

Adela. — ¡Ay! Me lastimaron los hierros.

Él. — ¡Querida cabecita mía! Te contestaré en la boquita, en secreto...

Adela. — ¿Estás loco? Habla bajo. ¿Qué es eso? Un hombre ...

Él. — Un vigilante sonámbulo. Maldito sea.

Adela. — Y se viene derecho. Me voy. Adiós.

Él. — No, espera, le despediré.

El galán se acerca al vigilante.

Él. — ¿Qué quiere usted?

El vigilante. — ¿Qué hace usted ahí?

Él. — Estoy hablando con mi novia. Si no se marcha usted inmediatamente le rompo el bautismo.

El vigilante se retira.

Él. — Ya se fue.

Adela. — ¿Qué le dijiste?

Él. — Le di diez pesos. Es un infeliz. Hará la vista gorda.

Adela. — ¡Qué bueno eres!

Él. — Te quiero. Te quiero. Te quiero.

Adela. — ¡Bajito! La verdad que con esa facha pareces un ladrón.

Él. — Y no lo soy. Vengo por lo mío. Porque eres mía.

Adela. — Tuya, tuya hasta la muerte.

Él. — ¿Cómo dices? No oigo bien...

Adela. — Tuya hasta la muerte.

Él. — ¡Qué rejas tan estrechas!




LA D I V I N A J O R N A D A

JEHOVAH. — ¡El Director de las Esferas!

Josué. — ¡Señor!

Jehovah. — Se me desatiende en la Tierra; se desaniman y dispersan mis fieles; se les persigue; sobre ellos cae el desprecio público. Hay que reconfortarles; quiero manifestar mi suprema presencia por un signo que con-
funda a los ensoberbecidos herejes. Necesito un eclipse.

Josué. — ¿En seguida?

Jehovah. — Mi voluntad ha de ser fulmínea.

Josué. — El primer eclipse en turno. Señor de lo Alto, no tiene lugar hasta dentro de tres meses. Es preciso esperar.

Jehovah. — ¿Cómo? ¿No obedecen ya los astros a mi voz?

Josué. — Demasiado bien. Señor Excelso. No se deciden a salir ni por un instante de los sublimes rumbos que tu infinita inteligencia les ha trazado.

Jehovah. — ¡Oh rabia impotente! (El Paraíso se estremece hasta sus cimientos.)

Josué. — (Conciliador.) Nos quedan los cometas.

Jehovah. — Pues bien, prepara uno, sangriento, colosal;que hiera con siniestra luz el horizonte y aterre a los ateos.

Josué. — ¡Ay, señor Todopoderoso! Ahora los hombres todo se lo explican. Medirán tranquilamente el cometa y tomarán nota de él en sus libros. Por desgracia nuestra han inventado las infernales matemáticas.

Jehovah. — ¿De manera que no se desplomarán de rodillas ante el terrible meteoro? ¿No bajarán sus ojos insolentes?

Josué. — (Temblando.) No, sapientísimo Señor; apuntaran despacio sus telescopios viles, y después de la observación dormirán con sosiego.

Jehovah. — ¡Márchate, mamarracho! (Josué huye; el Padre llama con doliente acento.) Jesús, hijo mío...

Jesús. — Padre.

Jehovah. — Tú, que visitaste los insondables limbos, tú, habituado a mover las entrañas del mundo...

Jesús. — No, Padre. Adivino tu deseo. No me pidas nuevas catástrofes. He cedido otras veces; la última, consentí en los terremotos de Chile y de Calabria. ¡Cuánta crueldad inútil! Mi corazón llora al recordar las madres
locas, retorciéndose los brazos, buscando a sus hijos; vi a una que con un pequeño cadáver entre las manos, dudaba todavía, intentaba arreglar los colgajos de carne sobre el rostro destrozado del niño.

Jehovah. — Pero esas madres han venido o vendrán al cielo. Serán recompensadas.

Jesús. — No, Padre. Nuestra eternidad gloriosa no las paga lo que han sufrido. No las curaremos nunca. Nunca olvidarán, ni siquiera a tu lado. Y además, ¿para qué tales horrores? Nadie te ha atribuido los terremotos.
Nadie ha reconocido en ellos, allá abajo, los efectos de tu venganza.

Jehovah. — ¿Es posible?

Jesús. — Sí; debo decirte la verdad que te ocultan tus cortesanos. Ahora los hombres se lo explican todo.

Jehovah. — ¡La misma frase feroz! Sin embargo, aún hago milagros. ¿Acaso niegan los milagros de Lourdes?

Jesús. — No los niegan.

Jehovah. — ¡Ya ves!

Jesús. — No los niegan; los explican. Los explican tan perfectamente, que sin Ti seguirían explicándose.

Jehovah. — ¡Oh! ¡Cosa insoportable! ¡Existir, existir como Yo existo, y no poder demostrar mi existencia! Hijo mío...

Jesús. — ¿Padre?

Jehovah. — ¿Qué te parece si sacáramos del Purgatorio algunas almas en pena, aunque sea contra nuestros reglamentos penitenciarios, y las mandásemos a las habitaciones terrestres, para asombrar y espantar a los pecadores? Nos dio esta medida excelentes resultados hace pocos siglos.

Jesús. — También los hombres se explican sin Tu intervención los fantasmas. Hasta los fotografían.

Jehovah. — Jesús, Jesús, leo en tu mirada una fatal sentencia... ¿Será cierto?

Jesús. — Sí, Padre, tu reino ha concluido.

Jehovah. —No, no me resignaré.

Jesús. — Reinaste por miles de años.

Jehovah. — ¿Y qué es eso? Un minuto, un relámpago. ¡Ay! Soy Eterno. Siempre me resta una eternidad sin corona. Soy Eterno y débil. No me siento con fuerzas para crear otro Universo.

Jesús. — Contentémonos con éste. Es muy malo, pero cada vez menos malo. Le tengo cariño desde que descendí a él y en él sucumbí. Tú ignoras los dolores humanos; yo no. Por eso no vacilas en castigar, ni en perdonar vacilo yo. Por eso tu reino concluye y el mío empieza.

Jehovah. — Reina, pues, y haz adorar el nombre de tu Padre.

Jesús. — ¡Qué egoísta eres! ¿Qué importa el nombre? Apenas se acuerdan del mío. Lo que importa es la obra. Mi obra de amor y de paz no muere. Avanza poco a poco. Es invencible. Supe entregarme. Estoy dentro de la humanidad y no seré expulsado.

Jehovah. — ¿Y Yo?. . .

Jesús. — Te expulsó tu orgullo. Te cerniste tan alto sobre tus subditos, que te han perdido de vista y no se ocupan ya de Ti. Confórmate con el Sueño Eterno. No serás molestado. No despertarás.



D E P I N T U R A

EL MALA LENGUA. — ¿Has observado lo pintada que estaba anoche nuestra bella amiga la señora de X?

El optimista. —He observado su belleza únicamente. Si era una belleza pintada, también lo son las vírgenes de Murillo. Los egipcios y los griegos pintaban sus esculturas, y Rafael Sanzio nos legó pedazos de cera divinizados por su pincel. Siendo ella misma una estatua, la señora de X, al pintarse con encantadora paciencia, prolonga un arte antiguo y refinado. Y tal vez no haya estado pintada.

El mala lengua. — Pintada como una puerta nueva. La señora de X confiesa lo insuficiente de su piel, y nos engaña mediante artificiales recursos. No se adorna, se disfraza. Su color prestado es una careta.

El optimista. — No llames artificial al natural instinto de la coquetería y del gracioso disimulo. Lo artificial no existe, o todo es artificial. Yo no encontraría ánimo para echar en cara a la señora de X su afán de seducirnos. No es ella quien te engaña, sino tu agrio análisis. No separes a la señora de X de su pintura amable. Las dos se complementan para contento nuestro.

El mala lengua. — ¿Y cómo sustraerse al análisis? Vista de cerca la señora de X, es imposible fijarse en otra cosa que en su colorete obstinado.

El optimista. — He aquí tu error. La señora de X debe contemplarse de lejos. Hay dos aspectos fundamentales en la mujer: el sexual y el decorativo. La señora de X, a lo menos en público, es decorativa. Te has salido de tu papel de espectador al ponerte a dos centímetros de ella. Cada cuadro tiene su punto de vista, y los que examinan las telas de Velázquez con lente son notables estúpidos. Te has permitido atribuir a la señora de X su aspecto sexual, que ella dejó en su casa, y la has mirado como marido. Ante el marido o el amante la mujer desciende de misión, y reduce sus armas. Cesa de ser un símbolo estético, y se convierte en carne lamentable. Los besos despintan. Por eso el amor se cansa tan pronto.

El mala lengua. — Luego, no amemos a la señora de X. ¡Si ella te escuchara!

El optimista. — Nos diría algún disparate delicioso, puramente decorativo. No, no la amemos. Conservémonos optimistas.



E P I F O N E M A S

MONROE. —"América para los americanos". Muy bonito, pero un poco vago. "Norte América para los norteamericanos", me hubiera tranquilizado completamente.

Psicología del adoquinado. — Un piso difícil y tosco nos recuerda duramente nuestra condición humilde. Los pies, que nos atan al polvo de que estamos hechos, son los palpadores de nuestra debilidad orgánica. Un piso
cuidado y cómodo comienza a emanciparnos, permitiéndonos caminar sin mirar tristemente a tierra. Separarnos del suelo es ennoblecernos. El caballo, al elevar al hombre medio metro sobre los reptiles, le ha dignificado
en más de medio metro. Andar sin esfuerzo es casi tener alas. El peligro constante de tropezar trae al espíritu hábitos de timidez y de desconfianza. Un adoquinado pulido y elegante vuelve a los ciudadanos valientes y rectos. Si los gobiernos lo supieran, no adoquinarían nunca las ciudades.

La defección del Shah. — El Shah de Persía ha concedido libertades políticas a su pueblo. Entre otras menudencias de lujo, ha desempaquetado de su último equipaje europeo el juguete constitucional a la moda. Ese
monarca apóstata ha echado a perder el ensueño encantador de las Mil y Una Noches. Se concluyeron los príncipes vestidos de diamantes y rubíes, ante quienes, sobre el tajo cubierto de seda carmesí, se decapitaba a los médicos magos. Tendremos parlamento y campaña electoral a orillas de los ríos de cuyo sagrado seno la red del pescador robaba, prisioneros en cofrecitos de oro, los Genios del Bien y del Mal. Después de Rusia, Persia. El Oriente sale de la Belleza para entrar en la Democracia.

Ataques al pudor, — Lucio Orfilio dice que el casto es ridículo en todas partes. Tienes razón: comprobemos la repugnancia con que los hombres confiesan esta virtud,que generalmente se reduce a una enfermedad íntima.
En cambio las mujeres confiesan difícilmente el pecado. Su código es el de los hombres, vuelto al revés. También su sexo, según los fisiólogos, se parece al de los hombres vuelto al revés. El amor vendría a constituir un ejemplo de la famosa identificación de los contrarios. Aparte de la metafísica, no debemos desconsolarnos porque el carácter viril se acentúe violentamente en los denominados ataques al pudor (por lo visto en los ayuntamientos legítimos, el pudor no se ataca). La gente se alarma, de que un buen bárbaro se declare sin ceremonia a la primera que encuentra. Creo más alarmante, para el país, un caso auténtico de frialdad genésica. La peor epidemia sería el desarrollo del pudor entre los machos. En resumidas cuentas, los ataques al pudor se parecen a los accidentes de las armas de fuego: se trata de energía lanzada a desora. Contra ellos bastaría lo empleado contra las explosiones de calderas: un inspector municipal que vigilara las válvulas.

Jack. — Después de haber degollado a su víctima, la arrancó los pezones y la abrió el vientre. Le sorprendí en esta última ocupación.
—¿Por qué hace usted eso? —le pregunté.
Levantó sus ojos, estragados de literatura, y me contestó:
—¡Por la gloria!

La amistad. —¿Sabes lo que dicen de tu amigo íntimo? que el pobre no puede... (Habla al oído).
—La verdad es que nunca se ha fijado en mi mujer...


La compasión. — El ave feliz cantaba en el árbol. El cazador apuntó cuidadosamente, pero antes de apretar el gatillo murmuró:
—Pobre animal!
No, la humanidad no es tan mala.

El agradecimiento. — Tenía el bandolero un trabuco, dos pistolas, un cuchillo de monte, y en el camino a nadie se veía. Le di el reloj, los gemelos, el alfiler de corbata y cuanto dinero llevaba. No se contentó, y le di mi traje, mi sombrero y mis zapatos. Pero también le gustó mi ropa blanca. Al alejarme, desnudo, le dije con los ojos llenos de lágrimas de gratitud:
—¡Le debo la vida!

La ciencia. — En uno de mis viajes lejanos, descubrí una isla. De vuelta, visité a un célebre geógrafo. Me oyó, consultó largamente libros y planos, y me dijo:
—La isla que ha descubierto usted no existe. No está en el mapa.

La madre. — Un grito de angustia suena en medio de la noche. La madre amorosa despierta sobresaltada. El grito se oye nuevamente, más débil y más desesperado.
—No es en casa —balbucea sonriendo la madre, y se vuelve a dormir.

Los herederos. — El padre murió. Los hijos le cerraron los ojos. Pero le abrieron la boca y le arrancaron las muelas, porque en ellas había oro.

La virtud. — Las monjas del convento criaban gallinas. Pero el gallo resultó tan casto, que hubo que matarlo y traer otro.

Los íntegros. — El político: Yo soy independiente. No tengo compromiso con ningún partido. Estoy con todos ellos, a medida que ocupan el poder.

El juez. — Yo soy como usted. Mis sentencias, cuando se trata de asuntos en que no estoy interesado, son ínatacables.

El general. — Yo soy también así. Para ponerme del lado del más fuerte, no necesito saber quién es.

La disciplina. — El pueblo se había levantado en armas. Cayeron muchos prisioneros, un soldadito recibió orden de fusilar a su padre y a sus dos hermanos. Como el viejo, después de la descarga. Se movía aún, el soldadito le tuvo que rematar de un balazo en el oído. Cosa tanto más meritoria, cuanto que el soldado quería mucho a su familia.

La curiosidad es el buen apetito del espíritu. Ni los anémicos tienen hambre, ni curiosidad los idiotas.

Fétido es el pantano, pero no condenemos el agua que ha sonreído al sol, brotando de la casta fuente.

El inexacto es un corrompido.
Es un ladrón porque roba el tiempo ajeno; un cobarde porque hace daño ocultándose; un embustero porque promete y no cumple.
Si admitimos que los inexactos son personas honradas, admitamos que no siempre se puede uno fiar de las personas honradas. Las hay que tienen una palabra para las cosas grandes y otra para las cosas chicas, y tener dos pabras es no tener ninguna.

¿Qué es un tribunal sin la fuerza armada que ejecuta los fallos? Se conciben gendarmes sin jueces; no se concíben jueces sin gendarmes. La justicia no está en la balanza, sino en la espada. Sin el Purgatorio y el Infierno,
¿qué sería del Dios de los católicos, impotente en la tierra? El jurado romántico que deshaga los entuertos continentales aplazará también su acción hasta la otra vida. ¿Quién hará caso de los que decretan la paz sin poseer
ejércitos ni acorazados? Sólo el cañón hace enmudecer a los cañones.Si la generosidad no razonara con los nervios, se daría cuenta de que la moral de las naciones es distinta —casi opuesta— de la moral de los individuos, y vería que el aparente altruismo practicado por el ciudadano corresponde exactamente al egoísmo de la patria. Matar es un crimen para el ciudadano; para la patria es una gloria. Robar es un delito para el ciudadano; para la patria es una aventura. Mentir es una vileza para el ciudadano; para la patria es una habilidad. Por eso el patrimonio de los pueblos está hecho de despojos, y su tradición de crueldades.

No se acercan los hombres unos a otros por cariño, sino porque los comprime el peligro exterior. El miedo y la división del trabajo crean las sociedades. La amistad es la expresión de una enemistad común, y casi se quieren los que odian a un tercero. Cada interés que ata da la medida de un interés que divide, y la lucha constituye el fundamento eterno de la realidad. La lucha asesina, porque es preciso que nazcan nuevas
formas, y no hay sitio ni materia para conservar las gastadas.

En el umbral de una era que empieza poblando el mundo de las más grandes maravillas, y cuyos dos siglos de milagros no consienten objeción ni blasfemia, nada es lícito sino creer. Creer es crear. La fe obliga a contestar
a las tinieblas. La humanidad es bastante joven para tener fe y para quemar a los que no la tengan en la hoguera jamás apagada, iluminadora del camino.

Herid lo moral. Lo moral es lo real. Haced que el hombre se avergüence de obedecer. Suprimid el sacerdote, el capitán, el patrono, el magister. Matad el princípió de autoridad donde le halléis. Que el hombre lo
examine todo por sí. Que sea responsable de sí propio. Si cae, que sea siquiera porque se equivoca él, no porque se equivoca otro. Combatamos al jefe, a todos los jefes. Tenemos en nosotros cuanto necesitamos.
La cruz es el pasado. Es el signo de una época necesaria que ahora termina, de una forma moral y económica que nos es útil. Nos sentimos libres de pecado. La leyenda de Adán no nos preocupa. No necesitamos que nos rediman de una falta imaginaria, sino que nos libren de la pobreza, de la fealdad y de la mentira. El alma nos parece sublime, y el cuerpo también. No queremos hacer el cuerpo esclavo del alma, y el alma esclava de unos manuscritos viejos. No queremos gastar la vida en prepararnos un paraíso cómodo, sino en dejarla más fácil, más rica y más bella a nuestros hijos. No queremos depender de la misericordia de un Dios, sino ser nosotros mismos los sembradores del porvenir. Queremos fe, sí; fe en el hombre, y si la cruz significa un sacrificio fecundo, que signifique el nuestro.

No hay muerte. No queda más que la vida. Pero si la vida es una transformación armoniosa que conserva entre los innumerables y pasajeros elementos corpóreos la unidad interior —lecho del río bajo las aguas siempre
fugitivas—, la muerte es una transformación desordenada, un Waterloo donde se dispersan y reagrupan los infinitesimales soldados del ejército-organismo. No muere nuestra carne, sino el plan director de la campaña fracasada.
Mas supongamos evidenciado matemáticamente en nuestra razón y palpado en nuestros laboratorios que nos aguarda la muerte completa, la nada irremediable, el infinito negro donde nuestra voz no alcanza. Supongamos necesaria la muerte definitiva de los individuos y hasta de las especies. Entonces se nos habrá revelado una de las más profundas intenciones del destino. La muerte nos ligará íntimamente a la verdad de las cosas, y por ella tocaremos las entrañas de la realidad.
Comprenderemos que no somos sino el vehículo de las formas, y que la inmortalidad pesa todavía demasiado a nuestros hombros flacos. Aceptaremos prolongar nuestra raza y nuestro pensamiento, sacrificando nuestra individualidad inútil. Aceptaremos la muerte, no despiada al separarnos pronto de los buenos, sí piadosa al barrer a los débiles, a los abortados y a los viciosos. Amaremos la muerte, gran amiga de los héroes y de los mártires, fondo tenebroso sobre el que se destaca estremecida el cuadro centelleante de la vida. Sentiremos que debemos morir porque aún no somos perfectos y porque es indispensable nuestra sangre a nuevos ensayos. Sentiremos que somos nobles tentativas en manos de la naturaleza, la cual, en su afán sublime de conseguirla más hermosa, funde y vuelve a fundir infatigablemente el bronce de la estatua.
Nuestro viejo egoísmo y la inevitable y fútil labor de cada día hacen demasiado raros los momentos en que el hombre se siente hombre y se asoma al abismo para mirar cara a cara las tinieblas y contestar las eternas preguntas: ¿qué sentido tiene el universo? ¿Dónde está nuestro deber?
A los veinte años vemos en el mundo un espectáculo de belleza; un problema científico a los treinta, y a los cuarenta un enigma moral. Con la paz austera de las noches elegidas, cuando las casas duermen, y más allá
de las calles mudas adivinamos los bosques pensativos y los mares inmóviles bajo los astros que sosiegan su respiración luminosa, el enigma moral se levanta en el sagrado silencio, y la naturaleza entera medita también su destino. Poco a poco desciende hasta nosotros una soledad formidable.
Entonces nos parece la existencia alucinación de neurasténico, delirio razonado en que soñábamos amar, en que creíamos confundir nuestras almas con otras almas envueltas ahora en un secreto cruel. Podemos acudir a
los seres adorados, gritar a su oído, clavar nuestros ojos en los suyos, estrechar su carne tibia. .. ¿Para qué? Debajo de esa carne, máscara que la muerte arranca con el rostro, hay una chispa cuyo color no sabremos nunca.
Debajo de nuestra carne tiembla prisionera la médula central de nuestro espíritu, condenada a no comunicarse jamás—no se comunica sino lo que es común a todos—, condenada a palpitar amordazada contra la dura realidad que la oprime y la aprieta como una red a un pájaro ciego.

Solos, irremediablemente solos; he aquí la verdad. Su bimos hasta el presente desde las remotas profundidades del océano del tiempo, semejantes a esas algas enormes que mezclan sus florescencias sobre la superficie líquida y se enlazan únicamente, junto al fondo misterioso, por los tallos que se hunden en la sombra de las aguas. Es el pasado, el tronco de los instintos primitivos, lo que nos une a nuestros hermanos. La flor de nuestra vida individual permanece interior y oculta. Cada uno de nosotros habita una isla desierta.

La vida no es nuestra, es de otros. Es de las generaciones que la aguardan desde el fondo de las épocas futuras. Es para ellas. En ellas resplandecerá. No somos los dueños, sino los depositarios de la vida. Por eso el
amor es una deuda, y está hecho de sacrificio. No nos entregamos solamente, sino que nos devolvemos.

Aumentemos la herencia de nuestros hijos. Que la forma que se nos ha prestado salga de nosotros más perfecta, más resistente. Según la imagen griega, la vida es una antorcha que nos pasamos de mano en mano en
la oscuridad. Pasémosla más brillante, más alegre. ¿Qué importa morir? Lo esencial es haber vivido.

El destino nos deja solos, pero soledad es libertad. Estamos libres de los sueños adolescentes y emancipados de la pérfida belleza de las cosas. Ya no hay flores amantes a la orilla del sendero, ni nos miran dulcemente las
primeras estrellas. El aliento perfumado del bosque expiró para siempre; las hojas muertas rechinan y se quejan a nuestro paso.

Lo que une a los hombres no es precisamente la comunidad de ideas. Esa comunidad es imposible; y si no lo fuera, sería de todos modos imposible. La diversidad engendra la vida y la armonía. Si las notas al mezclarse
encantan nuestro oído, es porque son diferentes. Los hombres se unen no por ser igualmente pensantes, sino por ser igualmente sinceros. El universo es bastante ancho
para que en él quepan distintas opiniones. Lo que divide es la mentira. Esa traición que el individuo se hace a sí mismo produce la traición de unos individuos y la ponzoña del mundo.

Una mujer, apremiada por la miseria, trató de vender a su hija, una niña de corta edad. . .
¡No acuséis a las madres que venden a sus hijos! En resumidas cuentas, no hacen más que imitar a la patria.

En España, durante una tempestad el rayo fulminó dentro de una iglesia a varios fieles.
¡Dios se acuerda de los que oran!

Del último cuartelazo, la estatua de la Libertad salió con varios tiros.
Lo que es éstos, ¡dieron en el blanco!

Es curioso: no conocía a ciertas personas a quienes saludaba. Ahora que las conozco, no las saludo.

Ante numerosa concurrencia, una vieja ha vitoreado frenéticamente al gobierno.
Estaba loca.

Estamos sofocados de agradecimiento hacia la Cámara argentina.
Devuelven los trofeos. ¡Muy bien!
Y sí nos devolvieran algo de las tierras "tomadas al tirano", ¿no sería todavía mejor?
Porque resulta que estos terribles enemigos de López le han heredado tranquilamente.

En Buenos Aires, un señor infirió con una lezna una puñalada en el vientre a un niño de dos años. ¡Y sin motivo! —añaden los furiosos corresponsales—. Se conoce que puede haber motivos para apuñalar niños de pecho.
El de la lezna es hombre que hace las cosas así, espontáneamente, y sin pensarlas. Por lo visto es todo corazón.

El actor Warner, neurasténico a fuerza de representar un papel trágico en el melodrama Drink —drink significa trago alcohólico—, se suicida, desgraciadamente, en su hotel. No tenía el verdadero genio teatral; no se le
ocurrió ahorcarse en la escena.

En Estados Unidos han condenado a un blanco a die ciocho años de cárcel por casarse con una negra. Su delito es "degenerar la raza". El telégrafo no dice cuál de las dos razas corría peligro en esa boda. No tengo incon-
veniente en admitir que la degeneración de la raza sea un delito norteamericano; pero espérese a que exista para perseguirlo. ¡Qué demontre! ¿O es que la recién casada dio a luz en la iglesia?

Nuestra forma, una vez revivida en otros seres más jóvenes, una vez en marcha hacia el porvenir, es sobre nosotros algo inútil que debe caer como la hoja seca. El día que nos sintamos incapaces de engendrar un hombre o
una idea habremos muerto verdaderamente. No somos ya cuerpo; somos sombras vacías que un soplo sepulta en la noche.

"Habrán existido hombres tan grandes, tan buenos como Washington y Lincoln, pero, en toda la historia de la humanidad, no ha habido otros dos grandes hombres que hayan sido tan buenos, ni dos hombres buenos que hayan sido tan grandes como ellos"- Con otro par de veces que lo lean lo entenderán. El autor de tan ingenioso juego de palabras es Mr. Roosevelt. Terminó así su panegírico en el centenario de Lincoln. Es un gran orador.

Lo que hay que enseñarle al esclavo es que aborrezca su estado y se desprecie y se indigne; que ame la libertad
más que su vida. No es cuestión de ciencia; no es ciencia lo que hace falta, sino conciencia. El hombre libre bus-
cará la ciencia sin que se lo recomienden. El prisionero resuelto a evadirse buscará la lima que corte la reja.
Aprender a leer es encontrar la lima. ¿Un libro?... Cosa admirable, si el libro corta la cadena y desnuda el espíritu.

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