DEUDAS
ME ENCUENTRO en la urgencia de hablar de mí. Particularmente considerado, mi caso no interesará a nadie, pero el hombre es un animal que induce. Tal vez el lector saque del ejemplo individual consecuencias generales. No de otro modo Isaac Newton, según cuentan, al ver caer la manzana se preguntó por qué no cae la luna. La misma lógica que fundó la gravitación universal la amenaza hoy día. Es que la razón, pálida sombra de la vida, crea y destruye sucesivamente. He aquí ahora lo que a vuestra razón someto:
Debo un traje al sastre y no puedo pagárselo. Mi oficio de fabricante de ideas no me permite por el momento pagar al sastre. El sastre se desespera y parece culparme de vagos crímenes.
He hecho mi examen de conciencia, y me he hallado limpio. He llegado a la conclusión de que mi deber es no pagar. Me he convencido de que sólo por indolencia y por una especie de distracción rutinaria he seguido la costumbre viciosa de pagar las cuentas. Si trabajo sinceramente en una sociedad donde hay gente que bosteza en medio de un lujo grosero, ¿cómo es posible que no se me asegure el abrigo contra la intemperie y una alimentación correcta? No soy quien debe, sino a quien se debe. No tengo para qué pagar el mercado, ni al casero, ni al sastre.
Él hace trajes, yo hago artículos. Yo le ofrezco cordial-mente mis artículos. ¿Por qué no me ofrece cordialmente sus trajes? Lo natural es que aprovechemos en fraternal reciprocidad nuestras aptitudes; él me viste el cuerpo, yo le visto la inteligencia. Si el mecanismo económico de nuestra civilización me obliga a caminar desnudo por la calle, no es culpa mía, sino de la civilización falsa en que vivimos.
Dios me libre de creer que es más meritorio escribir que cortar tela. Dios me libre también de creer lo contrario, y de aceptar como equitativo que mi sastre gane una fortuna con sus tijeras mientras yo apenas tengo con qué comer. Quisiera que nuestra dignidad representativa fuera idéntica. Si se me concede que no pague mis modestas y pocas vestiduras, no tengo inconveniente alguno en que no se me paguen mis artículos, ni mis libros futuros, que son muchos y hermosos. Así evitaría tocar el dinero, repulsivo como un sapo.
El dinero desaparecerá. Todo lo feo y lo absurdo desaparece tarde o temprano. Maravillosa es la división del trabajo y la perfección social de los hormigueros y de las colmenas. Sin embargo, ni las hormigas ni las abejas conocen el dinero. El dinero pretende reducir a cifras nuestra aptitud espiritual. Pretende introducir la aritmética donde nada existe de aritmético. La moneda es un malvado fantasma que nos da la ilusión de medir el egoísmo y aprisionar la humanidad. Y los fantasmas, aunque sean aparentemente más poderosos que los dioses mismos, están destinados a desvanecerse al soplo frío y puro de la mañana. Despertaremos, y nos avergonzaremos de nuestras pesadillas.
Al establecer que no debo pagar al sastre, me adelanto a la época, y anticipo, aunque parcialmente, un mundo mejor, hasta para los sastres. Al no pagar, yo, que nada poseo y siempre produzco, realizo un bello simulacro. Las cosas suceden exactamente igual que si el sastre me regalara con qué cubrir mi carne pecadora. Ya sé que no hay tal, que él deplora haberme fiado, mas éste es un fenómeno interior. Exteriormente, prácticamente me ha amado, puesto que me ha socorrido gratis. En el terreno de los hechos, no pagar es instituir sobre la tierra el régimen sublime de las donaciones. Practicad, decía Pascal a los ateos; la fe vendrá. Comulgad todas las semanas y concluiréis por persuadiros de que la consagración es un misterio auténtico. Trabajad y no paguéis nunca, digo yo. A fuerza de ejercitar la caridad a pesar nuestro, acabaremos por sentirla. A fuerza de no cobrar, los sastres y demás obreros de la colmena humana se olvidarán de cobrar. Habrá otros móviles de acción que el oro, y una edad más razonable habrá dado comienzo.


LA NODRIZA DEL INFANTE

Mi ACTUALIDAD, a estas fechas, es todavía la resolución que ha tomado la reina de España de no amamantar a su augusto hijo. Esta resolución terrible ha sido comunicada instantáneamente a los más remotos lugares del globo. En el Japón, en el Canadá, en Nueva Zelandia, en Noruega y en Sud África, las gentes se han enterado a las pocas horas de lo que sucedía. No acierto lo que habrán hecho al enterarse; en cuanto a mí, he caído en profundas reflexiones. Por más que se diga, los reyes son aún personajes trascendentales. Es inútil que el sentido común advierta que un rey es menos hombre que los demás, porque es un prisionero de la protección y de la farsa; no consigue el público despreciarles o compadecerles, ya que les paga y les aguanta. Un rey continúa siendo algo notable. ¿Qué extraño que el pueblo español se preocupe por la leche de su soberana, si menos de un siglo antes adoró de rodillas a un canalla vulgar, Fernando VII? Pero no se trata de España. ¿Acaso no ha sido locamente festejado Alfonso en París, en las mismas calles donde el zar, cobarde y siniestro fantoche, fue recibido en triunfo? ¿Acaso los ingleses, a cada momento, no limpian devotamente el polvo a los viejos trastos y disfraces de sus carnavaladas palaciegas? ¿No ambiciona Guillermo, el emperador ómnibus, pangermanizar la tierra? ¿No llovieron de todos los países, a la preñez de Ena, felicitaciones sobre el espermatozoide real que salvó la dinastía? Al nacimiento del vastago ¿no se disputaron Eduardo y Pío, Inglaterra y el orbe católico, el puesto de primer maestro de ceremonias? El buen Max Nordau creía, a los veinte años, que no transcurrirían treinta sin que se desplomara el último trono europeo. "Me equivoqué", declara recientemente. Sí, nos engaña el sentido común; tenemos reyes para un rato.
¡ Qué pequeño es el sentido común delante de la vida! Los nueve décimos de la humanidad no han salido de la esclavitud, y queremos que esa hambrienta carne se ofrezca el lujo de filosofar a imitación nuestra. Nos figuramos que lo absurdo no es viable, y que la inteligencia es una energía. Porque vemos en los reyes a unos mediocres cómicos, subvencionados por la resignación de la masa, pretendemos que la masa nos escuche y vea igual que nosotros. Como si la masa no fuera esencialmente religiosa, es decir, sujeta al poder de los signos. Mucho después de que hayan perdido toda influencia, directa o no, sobre la marcha de las naciones, los reyes subsistirán en calidad de signos externos. Hay algo que dura más que lo útil, y es lo inútil. Hay ciertos cadáveres que no se van, ciertas fórmulas que no se suprimen. Hay inscripciones fúnebres imborrables. Hay cosas muertas que se cuajan para siempre. El pasado de las especies extinguidas archiva su forma fosilizada en las entrañas del suelo; hasta los excrementos hallan su estatua. La piedra inmortaliza la nada. Manías estériles del destino. ¿Cuándo se desvanecerán del pecho viril los pezones sin jugo? ¿Cuándo huirán definitivamente las coronas y las cruces? Hoy seguimos, y seguiremos mañana, elevando templos a los dioses difuntos; seguiremos respirando el vacío, y vistiendo momias.
La lactancia alfonsina es, por lo tanto, de interés capital. La nueva nodriza del príncipe de Asturias se ha convertido en un funcionario de alta categoría. Cuando la excelente mujer vuelva a su aldea, ¡con qué ansiedad oirán la fantástica aventura parientes y vecinos! Contará la heroína de qué manera unos señores de gafas de oro la examinaron los más íntimos repliegues del cuerpo, para atestiguar que no se contaminaría la patria. Contará la unción con que presentó la ubre plebeya a los labios de S.' M., y el hijo a quien se privó de ella se sentirá cubierto de honor, y soñará con la gloria de que lo fusilen más tarde, sirviendo al rey. Respetemos emociones tan puras, tan arraigadas y antiguas. Reconozcamos la debilidad de lo que sólo es lógico y razonable. Lo razonable ha nacido evidentemente del hombre, y carece del prestigio de lo disparatado, de lo que se ignora de dónde nació. El disparate es el misterio; vino de la naturaleza o de Dios; con la edad se hace sagrado. Engendrado por el abismo y defendido por el tiempo, ¿quién lo atacará?
Respetemos asimismo el cambio de teta cuestionado. La reina, que herida por la gracia, iluminada por el Espíritu Santo, renunció a las herejías protestantes para abrazar la fe romana, edificando a tantas almas piadosas, hace bien en no amamantar al probable Alfonso XIV. No sienta a una reina dar el seno a un niño. Estas frivolidades no son dignas del cetro.

MARRUECOS

FELICITÉMONOS. Una vez más triunfa la civilización.
Francia ha tenido la buena suerte de que mataran los moros de Marrakech al doctor Mauchamp. En estos casos, la víctima es siempre un sabio, un artista, un valiente explorador, algo, en fin, civilizado en extremo. No caen tales gangas todos los días. No se encuentran al volver la esquina tan bellas ocasiones de que la civilización se vengue y resplandezca. Los exploradores, sabios y misioneros que a guisa de cebo usan las potencias en la pesca colonizadora no suelen perecer con oportunidad. ¡Ay! ¡Qué no daría Inglaterra por el asesinato de un par de doctores ingleses en un rincón de Asia o de África!
Es claro que en los países civilizados no se asesina a nadie. Si se comete un homicidio, es por razones civilizadas. Supongamos que matan en Berlín al doctor Mauchamp, y que los criminales no aparecen. ¿Mandará Francia sus buques de guerra a bombardear los puertos alemanes? No tendría semejante medida sentido común.
Pero en Marruecos, es decir, en una región rica y mal defendida, es muy distinto. La civilización entonces habla con arrogancia, alto, y sobre todo lejos. Los cañones civilizan a dos leguas de alcance. En Casablanca han muerto los marroquíes a centenares. Los infelices, con sus espingardas y sus malos fusiles viejos, vendidos por la civilización a medida que los fusiles nuevos la permiten herir a mayor distancia, estaban demasiado mal armados para hacer respetar su tierra y sus costumbres. Mejor armados, quizá podrían tener razón. Mejor armados aún, podrían fundar colonias en la costa francesa —no sería la primera vez que los árabes habrían puesto el pie en Europa— y conquistarían el derecho a mostrarse extraordinariamente susceptibles con las agresiones cometidas en Francia contra doctores marroquíes.
El único criterio que nos sirve para comparar y juzgar de civilizaciones es el siguiente: tanto más brutal y perentoriamente me dejes fuera de combate, tanto más civilizado te reconozco. El más civilizado es el que ha empleado con más éxito su voluntad y su inteligencia en inventar y manejar aparatos de destrucción fratricida, el que supo, desde niño, desde que entendió a su madre, cultivar los instintos feroces necesarios a la matanza, y los instintos abyectos necesarios a la ciega disciplina guerrera. Puesto que en Casablanca —¡salud, general Drude!— hemos cazado a los bereberes, desde el mar, como a conejos, es que los civilizados somos nosotros. Apenas el Japón ahogó en sangre a trescientos mil labriegos rusos, nos desplomamos de rodillas ante la maravillosa civilización japonesa, y si China aplicara un definitivo puntapié a los ponzoñosos europeos que la pican y chupan, nos guardaríamos en lo sucesivo de burlarnos de la intelectualidad celeste. Haríamos también el reclamo a la sabia administración de los chinos vencedores.
Fácil es, en los sesudos diarios parisienses, en los que con más exquisita solicitud espían los apetitos del público burgués para halagarlos, seguir la vanidad patriotera bajo la cual se oculta la codicia nacional. Los rentistas chicos y grandes, y medianos, que después de tomar el café y el petit vene verifican sobre el mapa los heroísmos que les telegrafió el periódico, piensan lo mismo que los rond de cuir prendidos al interminable artefacto de la burocracia, que detrás del hierro va el oro, y que las hazañas de Casablanca representan negocios que emprender y explotar. La ametralladora abre paso al banquero, y la bayoneta a la segunda tropa de corredores y caballeros de industria ultramarina. Mas no es preciso leer Le Temps. La Revue des Deux Mondes, el solemne órgano de la ciencia oficial, el insondable charco de erudición académica en cuyos bordes beben asnos temibles, se frota las manos al igual del último agiotista, y se congratula hipócritamente de los mortíferos beneficios de la civilización a lo Krupp. ¡ Qué alegría indecente al recordar las innumerables bajas indígenas! ¡ Qué mal disimulada cobardía ante la probabilidad de que Drude se envalentone y se arriesgue a alguna aventura en que los luchadores de Marruecos hallen desquite! ¡Oh! Cumplamos las convenciones de Algeciras; no inquietemos a las demás naciones civilizadas, no avancemos al interior, no perdamos el apoyo de los cruceros, no sea que estos bárbaros, al fin y al cabo atrevidos, nos arrimen una buena y resulten más civilizados que nosotros.
Pero el colmo de la verdadera barbarie es el pasaje en que la grave revista se queja de que los franceses no hayan ganado cierta —no mucha, ¡ cuidado!— posición en Casablanca, lo suficiente para no haber sufrido que los marroquíes recogieran sus muertos. ¿No distinguís, entre los correctos labios del circunspecto y archicivilizado cronista, relucir los colmillos del chacal?
Por dicha, por esperanza, no es la Francia toda la que así reflexiona y siente. Debajo de la Francia legal y representativa que con tanto cinismo descubre en su política exterior la baja moralidad que en la política interior es regla secreta, hay otra Francia. Debajo de cada pueblo aparente de Europa hay otro pueblo, y estos pueblos subterráneos, todavía silenciosos, que crecen en la sombra, son un pueblo solo. Uno solo, hasta con las plebes humilladas y fanatizadas de Marruecos.


EL BANDIDO GENEROSO

DONDE las gentes honradas se mueren de hambre y queda todavía en la casta un resto de vitalidad, se declara el bandolerismo. Esto ha pasado y pasa en muchas regiones europeas. La Calabria nos dejó ejemplos ilustres; ahora Andalucía renueva los pintorescos laureles de José María, Diego Corrientes y los siete Niños de Ecija. Casi olvidado Musolino, tenemos al Vivillo y a su famoso lugarteniente Pernales, entregado, según rezan los telegramas, por un quijotesco denunciador que no acepta recompensa alguna del gobierno. El gobierno insiste, y en verdad que fue grande el servicio prestado a las autoridades exasperadas, puestas cien veces en ridículo gracias a la temeridad de doce o quince revoltosos.
La partida del Vivillo, durante años dueña de la campiña andaluza y hasta de ciudades, hallaba abrigo en los innumerables escondrijos de las sierras, pero fundó siempre su oculta seguridad en la complicidad de las poblaciones. Baste decir que se paseaban los bravos en plazas y ferias, y que hacían política. Los miserables simpatizan con los bandidos generosos. Vivillo lo es: nada sanguinario, excelente padre de familia, desempeña gravemente sus funciones providenciales. Desvalija al rico, socorre al necesitado; le adoran, y con razón. Por medio de él se cumple, aunque no del todo bien, la justicia. Restituye a medias, mas al fin restituye. Robar, en tal caso, redime. No es extraño que otro facineroso andaluz, tiempo atrás, recibiera el apodo de Cristo. Y ¿acaso el mismo Cristo no entró en el paraíso acompañado del buen ladrón?
Pernales, más bruto que su jefe, tiene varias muertes de que arrepentirse, la mayor parte, es cierto, hechas en defensa propia. Es también bandido generoso. He aquí una anécdota entre mil: "El 22 de marzo de 1907 se metió, buscando refugio, en un cuarto habitado por una vieja; ésta, ignorando de quién se trataba, se puso a contarle sus penas: la iba a expulsar su propietario, a quien debía la suma de 300 pesetas. Sin decir una palabra Pernales salió, montó en su caballo, y se fue derecho a donde vivía el dueño, a quien, por la violencia, obligó a entregar 300 pesetas. Después volvió a casa de la pobre mujer, y la dio el dinero, diciendo simplemente: tome para pagar su deuda. En seguida se alejó, dejando que su favorecida se deshiciera en agradecimientos". Éste es el hombre no sé si preso o muerto por la guardia civil. Es de esperar que el Vivillo viva aún, siquiera por la fuerza del mote, y que continúe gobernando unas cuantas provincias.
Parece, en efecto, conveniente el bandolerismo, por lo menos en España. Ciertos excesos de miseria pública y de corrupción parlamentaria provocan y exigen una compensación extralegal. El bandido generoso corrige la defectuosa administración de los bandidos oficiales. Introduce una distribución más equitativa de la riqueza. Cierto que para ello establece la coacción y el robo, pero lo mismo hace el Estado. Todos los Estados, empezando por Roma, nacieron del robo. Todos ellos subsisten del robo. ¿Qué es el robo? ¿Quitar lo ajeno contra la voluntad del poseedor? No veo que se cobren los impuestos con el beneplácito del contribuyente. Si se cobran, es merced al terror de las bayonetas. El pretexto será respetable, no lo dudo: se necesitan fondos para defender la patria, etcétera; confesemos que tampoco es detestable robar al ahito mercader con el fin de dar un pedazo de pan al hambriento.
El bandido generoso gobierna de un modo irregular. Su tribunal, ambulante y perentorio, recuerda a don Quijote, poco amigo de mercaderes. No deja de ser algo significativo aquel encuentro del inmortal Hidalgo con el bandolero Roque Guinart. Se admiraron mutuamente. Es que ambos tipos habían sido engendrados en la infeliz y ensangrentada tierra, feudo de los Austrias. Ambos representaban la protesta del espíritu libre contra la explotación metódica de los cortesanos y de los obispos. Don Quijote profesa un ideal demasiado alto, futuro; el ridículo rompe las alas de su genio a cada paso. Guinart, como su digno descendiente Vivillo, es más real, más visible. No cabalgan en escuálidos Rocinantes, sino en potros magníficos; sus armas son modernas y temibles. Signo definitivo: las mujeres se enamoran perdidamente de ellos. Son la vida, la alegría, la belleza sana. Encarnan este fenómeno único: su acción social, puramente económica, está profundamente impregnada de poesía.
Si el bandolerismo español se extendiera y organizara, el país gozaría de un equilibrio bienhechor. De un lado el gobierno; de otro, en los montes, un ejército intangible de salteadores altruistas, encargados de crear una contracorriente monetaria del rico hacia el pobre: en medio la multitud, obediente al Estado, y encubridora fiel del bandido generoso. Todo sin asesinatos ni ejecuciones. De arriba, impuesto al proletario; de abajo, por intermedio del buen ladrón, impuesto al capitalista sorprendido. ¡ Programa tentador! Pero me temo que esos andaluces sean poco prácticos.




FECUNDIDAD
EN los últimos telegramas del extranjero viene una noticia importante. Se trata de una buena señora que desde hace años no pare más que gemelos. Es joven aún, y ya tiene 25 hijos.
Lejos de mí el propósito de quitarla méritos, pero hay que ser justo. Una sola hembra de Hyphantria produce 125.000 orugas en una estación, según los datos que tomo de la reciente obra de H. de Varigny; el arenque deja de 20.000 a 80.000 huevos; el lenguado, de 500 a 800 mil; la sarda, de 600 a 700 mil; la pescadilla, de 200 a 800 mil; la platija, de 100 a 150 mil; el rodaballo, de 8 a 9 millones; el bacalao, de 3 a 7 millones; la truchuela, de 17 a 30 millones.
Todos estos animalitos están con el primer Evangelio de Zola. Han hecho voto de fecundidad. Lanzar a pares los individuos al mundo es muy bonito, mas no comparable con los 7 millones que suelta el bacalao. En el voto de castidad los bichos nos ganan igualmente. No existe entre nosotros pureza sexual parecida a la de las hormigas obreras.
Tales cotejos podrían dar a entender que la fecundidad y la castidad son cosas fatales, independientes de nuestro albedrío. Quizá no sea así. El hombre influye sobre la marcha de su especie un poco más que en los eclipses de luna o en la temperatura del sol. Es capaz de torcer la trayectoria de las poblaciones en un poquito mayor escala que la trayectoria de los astros. Sin embargo, confesemos que algo ayudan a la castidad ciertas enfermedades y la vejez. Abelardo estuvo en espléndidas condiciones para evitar la lujuria. No es hacedero a cualquiera dar a luz de dos en dos. Deben colaborar los órganos involuntarios en tan sorprendente fenómeno.
Observaremos que la buena señora de quien hablo se entrega a los partos dobles porque quiere. Seamos claros: no basta querer, pero bastaría no querer. ¿De qué nos serviría la ciencia, sino para corromper a la naturaleza? Sería fácil a la buena señora defraudar las intenciones de su organismo. No lo hace, y en ello reside su virtud.
Pienso en el buen padre de los 25 hijos. Existe, no lo dudéis; es único, y además legítimo. Semejantes proezas no se llevan a cabo fuera del matrimonio. ¿Por qué no hay alabanzas para el marido, y se atribuye lo entero de la hazaña a la esposa? ¡Ah!, es que los sabios moralistas son muy desconfiados, y la paternidad, como ha dicho Goethe, es cuestión de confianza. En la maternidad no hay duda. Enviemos no obstante una felicitación sub conditione a los anónimos gérmenes, y recordemos que mientras el voto de castidad es egoísta, el de fecundidad exige por lo menos un cofrade para cumplirse. Es de índole social, y por eso está a la moda.
Tal vez sea más moral que el otro, más doloroso, pues si la moral no consiste en aprovechar el dolor, ¿en qué consiste? Un parto doble no ha de ser excesivamente divertido, ni para la paciente, ni para los que esperan turno en la aduana, ni para el médico. Si los candidatos se presentan de cabeza, menos mal, pero si pretenden desembarcar de pie, y asoman dos o tres pies a un tiempo, se comprende la angustiosa incertidumbre del doctor, señalada en los tratados de obstetricia y no siempre en ellos remediada.
Pero esto es el inocente prólogo. Lo serio viene después. Nacer o morir no es nada: durar es lo terrible. ¿En qué estrato económico han aparecido los 25.000, perdón, los 25 pequeñuelos copiosamente engendrados por la buena señora? ¿Son ricos? ¿Qué fortuna resiste tanta partija? ¿Son pobres? Es probable. Pobres y desgraciados, y por lo mismo de casta prolífica. Si la truchuela pone 30 millones de huevos, es porque están condenados a perecer casi todos antes de lo justo. Viva la madre, y verá sufrir a los numerosos pedazos de sus entrañas; los verá sucumbir desesperados bajo la feroz fraternidad humana. Creerá haber criado vida donde sólo crió dolor. Y he aquí lo meritorio: multiplicar el dolor, multiplicar la rabia sublime que empuja hacia adelante esta abrumadora máquina del universo.

RETORNO