EL LOCO

SE ESCAPÓ un loco del manicomio. No se lo censuremos; un cuerdo en su lugar hubiera hecho lo mismo. La policía se alarmó; un loco suelto por una ciudad de trescientos mil cuerdos es caso grave. Se ha visto a un solo energúmeno levantar países enteros, derribar tronos y fundar religiones. El Mullah loco inquieta a Inglaterra justamente. Es un loco rebelde, que quizá no se satisface con romper las cadenas de la lógica, mientras que el rasgo característico de la cordura es someterse a la autoridad. Así el loco puede alegrarse y nuestra cordura nos entristece y nos pesa y a veces la perderíamos con gusto. La policía, pues, buscó al loco.
Los comisarios sabían de él tres cosas: que usaba lentes, que llevaba pantalón blanco y que estaba loco. Recorrieron los teatros, juzgando que era natural encontrarlo allí, y al cabo vieron entre el público del Casino a un sujeto de pantalón blanco y de lentes. Era "él". Se le hizo salir de la platea y lo arrastraron a la comisaría, donde se puso en claro que no era "él", es decir, que se llamaba de otro modo. Se le pidió disculpa y se le dejó libre.
Estos hechos son instructivos. Encaminan a la meditación. Pronto se advierte cuan precipitadas son las recriminaciones de que se ha hecho víctima al comisario engañado; ¿de qué se le acusa? No será de no haber utilizado correctamente los tres datos que tenía. Dos de ellos eran verificables, el tercero, no. Nada más fácil que reconocer si un individuo lleva lentes y pantalón blanco; nada más difícil que reconocer a simple vista si está loco. El comisario aplazó con acierto el último problema, problema arduo porque los manicomios están llenos de personas que no se sabe a punto fijo si están cuerdas o no lo están. El señor detenido, que era profesor agrónomo, debe considerar que de no detenerle a él, tampoco detendrían nunca al demente verdadero, y nos confesará que si le soltaron no fue por cuerdo, sino por tener distinto nombre. Comprendemos su ira; él está seguro de gozar de su sano juicio, pero esto tampoco hubiera sido un dato útil al comisario, porque la mayor parte de los locos ignoran que lo son.
Sospecho que el comisario se inclinaba a dar por locos a cuantos llevaran pantalón blanco y lentes, y a sorprenderse de que no los llevaran los locos reconocidos, pero tal es el papel de nuestra inteligencia, unir con toda energía los elementos de que dispone. En el cerebro del comisario había tres vértices luminosos que formaban un triángulo indestructible. Ese cerebro funcionaba bien. La relación era extraña; si retrocediéramos, sin embargo, ante lo inverosímil, nuestros conocimientos serían muy pobres. Darwin observó que los gatos blancos, de ojos azules, son siempre sordos, y jamás ha fallado la regla. Pantalón blanco, lentes, loco; blanco, ojos azules, sordo. He aquí la imagen de nuestra ciencia. Explicar es hacer corresponderse dos figuras inexplicables. Estamos ensayando nuevas parejas; las antiguas han envejecido, como envejecerán las de hoy, y la realidad, eternamente ágil, joven, inesperada, se escapa riendo. Entretanto, ¡ cuidado con las combinaciones actuales! Lejos de mí la idea de asustar al señor profesor, mas si yo estuviera en su pellejo no llevaría más pantalones blancos.

LA CONQUISTA DEL CIELO

SE ESTÁ cumpliendo ante nuestros ojos un hecho formidable: estamos aprendiendo a volar. Ciertamente que ningún acontecimiento de la historia humana, salvo tal vez la invención del fuego, habrá tenido tan profundas consecuencias. Los profetas a posteriori saben que esto era de prever. La evolución no sólo avanza, sino que asciende. Del seno de los mares primitivos, cuya sal llevamos en las venas todavía, salieron los seres arrastrándose sobre las islas que afloraban, y más tarde brotaron alas en aquellos insectos a quienes su vida breve y febril no daba tiempo para hallar y fecundar la hembra. Por lo que se refiere a los vertebrados, parece que las aves aparecieron sobre la tierra después que el hombre. Hora es de que nosotros, mejor armados, nos transformemos en ángeles.
Lo que distingue nuestra inteligencia de la de nuestros "parientes pobres", como decía Scholl, es que se nos ocurren muchas soluciones ante un mismo problema, y a los animales no se les ocurre por lo general más que una. ¿Por qué? Porque sus instrumentos de acción son sintéticos, específicos y, por lo tanto, únicos. Un animal no dispone de otra máquina que la de su propio organismo; impuesta por la herencia, no la puede cambiar, no la puede adaptar a lo que la naturaleza no calculó. Las alas del cóndor son admirables, pero siempre las mismas. Nosotros construimos órganos exteriores, impulsados no por nuestras fuerzas limitadas, sino por las de un inmenso depósito ajeno; nuestras máquinas son analíticas, y por lo tanto múltiples; hemos descubierto pronto que elementos iguales se combinan de una infinidad de modos diferentes, y que se obtiene un idéntico resultado mediante varios sistemas. Entonces, la razón, no madre, sino hija de la obra, se ha hecho también analítica y múltiple. Las alas del cóndor son perfectas, sí: son superiores a cualquier aeroplano. Y he aquí nuestra ventaja: que jamás encontraremos perfectas nuestras obras; jamás pensaremos haber agotado las combinaciones posibles, jamás nos cruzaremos de brazos ni creeremos haber concluido nuestra labor. ¿Y quién nos detendrá?
Hemos ensayado en seguida, después de lo más ligero que el aire, lo más pesado que el aire. Y, sin duda, el aeroplano es todo él activo, y utiliza el viento que trabaja contra el volumen del dirigible como contra una masa muerta. Nada en el aviador está ocioso ni flota. Llegaremos a conseguir una reacción automática a cada presión ambiente. La realidad abrumadora es que hemos conquistado el cielo. Se ha vaticinado mucho sobre los fenómenos sociales que han de acaecer. ¿Qué será de las aduanas, del comercio, de las fronteras políticas, de las guerras futuras? Más nos importa meditar los efectos que se producirán en nuestras almas. Nos movíamos sobre superficies, a lo largo de caminos artificiales. Estábamos distribuidos en una red; estábamos presos. El ferrocarril no había alterado la situación; era un vehículo de mayor velocidad, pero sujeto doblemente a la fijeza de una línea. Navegar era libertarnos a medias. Ahora es cuando estamos en plena posesión del espacio. Ahora somos capaces de contemplar los países, no de canto, sino cara a cara. Lo que hemos adquirido es de trascendencia incalculable: la tercera dimensión del mundo. ¿Y no hemos de estremecernos al considerar que esa tercera dimensión es prácticamente infinita?
Nos habituaremos a la impresión de lo infinito, de la ausencia absoluta de obstáculos en torno de nosotros, y a la impresión de que nuestro peso se aniquila y desaparece. Nos sentiremos más sutiles que la brisa, nuestra esclava, y próximos al éter. Nos acercaremos a lo imponderable; desearemos, ya que dejamos de ser materia, ser luz. Iremos sospechando lo que verdaderamente somos, y una dignidad nueva nos ennoblecerá. Porque cada vez comprenderemos mejor que en medio de las enormes energías naturales que manejamos, nuestro cuerpo físico se desvanece. Nos reducimos poco a poco a un punto que siente y dirige. Nos espiritualizamos sin cesar. Ha caído de nuestros hombros un manto de plomo, y en parte emancipados del planeta hemos dado un paso hacia el sol.

TRAGEDIAS BALADÍES

HE VISTO el retrato del doctor Palacios —¿recordáis?—, el que fue asesinado en La Plata por haber causado con sus desdenes, según se dice, el suicidio de su novia. He reconocido el bigotito fatal; el romántico mechón sobre la frente, las facciones vulgares y simétricas del tenorio sudamericano. El hombre que gusta a todas las mujeres es necesariamente común, algo sustancioso y familiar como el pan fresco. La excepción circula poco. Además, la mujer hace bien en no apreciar las excepciones; el amor no puede aprovecharlas, puesto que no se heredan. Si la hembra desprecia el talento y el genio, es con motivo; están de más en la alcoba. Una salud a toda prueba, el impudor consiguiente, y un cerebro sin pretensiones, he aquí lo que se exige al amante ideal. El resto lo añade la ilusión, con su generosidad reconocida. Así, a no ser que me equivoque, como buen psicólogo, el doctor Palacios era "él", era la ganzúa que abre los corazones más diversos. El público se indigna contra este extraordinario conquistador, porque leía en los cafés la carta donde la enamorada le anuncia que se matará pegándose un tiro en la boca "para seguir siendo linda después de muerta". El pobre don Juan no había cometido otro crimen que el de medir exactamente la talla media de la humanidad. Era el tipo normal y por lo tanto irresistible, ya que el sueño ardiente del sexo es la vuelta al tipo, la conservación de nuestra interesante figura. El doctor se había llevado sin esfuerzo una hermosísima muchacha que tenía con la lengua fuera a una porción de ciudadanos, y cacareaba su victoria con la inocencia del macho feliz. No censuramos la jactancia del valiente gallo, la alegría de la siembra copiosa. El amor es así; profundamente natural, bestial, y por eso es todopoderoso.
En cuanto a ella, a la primera víctima, ¡ nada de enternecimientos! El ojo del microscopio no llora. Soportemos el frío glacial de la verdad. La "Venus Platense" era insignificante y débil. Su muerte fue un bello naufragio, pero las naves no se han hecho para irse a pique. ¡ Quería que su cadáver fuera bonito, con el crucifijo inevitable en el pecho! Sobre esa alma instruida y enclenque descubro la baba de la literatura. ¿Quién pasó por allí? ¿Feuillet, Prévost, Bourget? ¿Cuál de esos pegajosos falsificadores de la realidad? Si se tratara de una hija portera, culparíamos a la crónica de policía, que también es literatura. ¿Qué decir de aquel frágil espíritu, hundido para siempre en la sombra bajo el peso fugitivo de una imagen?
¿Por qué no esperaste, heroína de un minuto? En dos días te hubieras salvado, en dos meses te hubieras curado; a los dos años te hubieras reído de tus amores, y después, tarde o temprano, aunque no lo desearas, te hubieras vengado, porque para vengarse basta aguardar. El tiempo es más cruel que nuestros odios, y a nadie perdona.
La vida auténtica no tiene más que un programa: vivir. El doctor Palacios era un organismo fuerte. ¡ Qué pronto se hubiera consolado él, qué pronto hubiera encontrado remedio a su pena! La vida olvida, y vuelve infatigablemente a empezar su obra, cien veces arrasada. Mirad cómo la araña rehace su tela rota, y las hormigas su vivienda, y el pájaro su nido desgarrado. ¿Y qué son nuestros hijos, sino ensayos nuevos, nuevas tentativas para ganar la empresa en que fracasamos nosotros? ¡ Una mujer joven y robusta que se mata antes de tener un hijo! Pero, ¿qué madre se suicida? Morir, matar... fútiles violencias. Lo grande no se improvisa. Que un enfermo incurable, un canceroso o un tuberculoso, prefiera concluir en seguida su existencia condenada, se comprende; y quizá protestemos, pues nos queda la curiosidad del mal, y todavía podemos examinar el dolor. Hay algo contra la importancia de la muerte, y es que no nos inspira curiosidad ninguna. Lo importante es vivir.
Vivamos, pues; y si es preciso morir o matar, que sea por razones serias, y no por nuestras aventurillas personales. No degrademos hasta ese punto la majestad del misterio que nos rodea. Sepamos resistir a la seducción de los gestos de teatro, y al encanto vicioso de las tragedias baladíes.

LA SIRENA

MADAME STEINHEIL, indispuesta, ha dado cita al juez, a solas en la celda, para "revelárselo todo". La célebre amorosa está acostada. El magistrado entra no sin alguna majestad.
—Siéntese usted aquí, a mi cabecera, como un confesor. Siento bastante fatiga, y tengo que hablarle bajo, casi al oído.. . así. Quiero desahogar mi corazón, decirle la verdad entera y acabar de una vez.
—Empieza usted siempre sus mentiras de ese modo.
—¡ Ah! señor juez, nuestras mentiras y nuestras verdades valen poco más o menos lo mismo. ¿ Quién es capaz de averiguar la causa primera de las cosas, y de gritar: "¡Tú eres responsable!"? Usted, mejor que otro, sabe que la justicia humana no puede ser justa. Pero se trata de un hecho.. .
—Esta entrevista no es correcta. .. daré orden de que venga el escribano y los...
—¡ Oh! No se mueva. Nada de testigos. La galería es la que echa a perder los negocios. ¿No está usted harto del público? Aprovechemos la ocasión, el secreto instante. Piense que si me callo ahora, me callaré después. . . Quédese, sea amable. Mañana ratificaré mis declaraciones...
—¿Cuál es el hecho?
—He aquí: yo lo maté.
—¿Y el cómplice?
—No se aparte usted de mí, no me, huya. ¿Le causo horror, asco? Yo lo maté. "Yo", mis manos, la idea fija, la fatalidad, la locura; aquello, ¿era yo? También maté al presidente ; entonces, sí que era yo... Y él no fue el único; ¡ ay! Vea usted, no soy mala, lloro amargamente. Ignoro lo que soy. ¡ Piedad!
Madame Steinheil desploma su hermosa cabeza sobre la almohada, y sus párpados, brillantes de lágrimas, entreabren el abismo de donde no se vuelve.
—¿Y el cómplice?
—¿Qué importa el cómplice? ¿Cree usted que el cómplice tenía algo de particular? ¿Que era un temible sujeto? No se repetirá su crimen. Descuide usted, no hay muchas Meg en el mundo. ¡ El cómplice era cualquiera, cualquiera! ¿Quién no hubiera aceptado apasionadamente ser instrumento mío? Conténtese con esto: yo maté.-Yo maté, se lo juro. Durante semanas y semanas le he mareado a usted, le he desesperado, le he enfermado. Me ha inspirado usted lástima; más que lástima, afecto. Me he resuelto a sacarle del laberinto. Yo lo maté, se lo juro por mi hija.
La palma cálida de madame Steinheil se ha posado sobre el juez. A través de la epidermis, las dos sangres pactan lo que no tiene remedio. . .
—Deseo premiarle señor juez. ¡Juez! ¿Qué es eso? Un oficio. ¿No le ha repugnado a usted de cuando en cuando su virtud? ¿No está usted cansado de ser una fórmula? Conozca usted la vida. Yo soy la vida. Maté; pero no es posible ser la vida sin ser al mismo tiempo la muerte. Tus leyes; tus códigos, ¿de cuándo son? Del año pasado. Mi boca es eterna. Venus no era más que una diosa; yo soy la mujer. Sólo entre mis brazos serás un hombre. ¡Ah!, tiemblas, como temblaban los otros que fueron felices. Ven, regresa al sexo de donde saliste. Ansiabas analizar mi alma. Mi cuerpo es más interesante. ¿Qué han sido tus amores? Tragos de agua sucia con que aplacabas la sed, al borde del camino. Yo soy la sabia, la inagotable embriagadora; yo conozco tus nervios, yo adivino tus vicios, que no sospechas. Yo te devolveré la juventud que perdiste sin haberla poseído, y haré de tu vejez una llama. . . y tus huesos se acordarán de mí bajo el lodo.
El señor juez, en efecto, recobró su virilidad, y se puso a la disposición de la buena Meg, que le suspiraba:
—En cuanto esté libre, gran curioso, te diré quién es mi cómplice.

DON TANCREDO

DON TANCREDO I fue un honrado padre de familia, de esos que prefieren la muerte a la miseria, y comprenden al pelícano. Tuvo una idea genial, nacida de la angustia que se apoderaba de él cuando pensaba en el pan de sus hijos. Se le ocurrió plantarse en medio de la plaza., pintado de blanco por toda defensa, inmóvil por toda astucia, a esperar la acometida de un toro recién soltado. Abatido bajo ciertos prejuicios, no se decidió a hacerse ratero, ni a vivir de la prostitución de su mujer. Amaba demasiado a sus niños para descoyuntarles los huesos, o para amaestrarles a palos en cualquier prueba de circo. Tampoco se resolvió a pedir limosna por las calles, acompañado de una flaca chiquilla, a quien hubiera cauterizado los ojos, lo que suele enternecer a los transeúntes. No: se sacrificaría él solo. Mejor que el torero del cuento, podía responder a los que le hablasen de cornadas: "¡Peores cornadas da el hambre!"
Don Tancredo tenía razón. Las afiladas astas eran menos inseguras que el corazón del prójimo. Entre la sociedad y la fiera prefirió la fiera. En aquel estúpido espectáculo no había lucha, esgrima ni arte posibles. Se reducía, en su sobriedad feroz, a un riesgo. Se sorteaba allí una vida humana. Era un juego bárbaro, es decir, lo más interesante para el público. Todo público es público de guillotina.
Para saber lo que son los hombres, hay que juntarlos. Admirable lección la de diez mil espectadores que permiten, cobardemente sentados detrás de la barrera, el pasivo ofrecimiento de la sangre. Entre ellos se divisan cabezas inteligentes, perfiles elegantes; no es la chusma vil; están diputados, escritores y señoritas sensibles. Tal vez, en su palco vestido con la púrpura de Nerón, avanza el débil soberano su mandíbula. Don Tancredo aguarda. Le han arrojado a la fosa de los leones. ¡ Pero qué ruin es la crueldad moderna! Los diez mil verdugos no tienen el valor de su deseo; son verdugos compasivos; si su víctima sucumbe, huirán espantados, incapaces de soportar el peso de su felicidad.
¡ Esos gobiernos!, exclamaréis. Mas, ¿qué gobierno se opone a los vicios fundamentales de la nación? ¿Pretendéis que un gobierno no sea nacional? ¿Cómo se sostendría? Panem et circenses. No vayáis contra los principios democráticos. El pueblo francés pide que se degüelle, y el gobierno degüella. ¡No toquéis el hacha! Bajad a la entraña de la multitud, y veréis al cacique de aldea, que es a veces jefe de bandoleros, y mantenido por la Cámara: veréis lo secretamente benévola que es la autoridad con las amas de lupanares, y con los tahúres ricos, dueños de timbas. Nada tan sagrado como un canalla que tiene en el arroyo doscientos amigos, doscientos electores. Imposible gobernar sin el apoyo de los granujas. ¡Ah! El día en que el sufragio universal sea verdaderamente un hecho, ¿cuántos horrores subirán a la luz? Don Tancredo tuvo muchos discípulos, que se exponían igual y cobraban menos. Por un puñado de pesetas se dejaban olfatear de un toro; considerad que el menor movimiento era la catástrofe. Ni siquiera se atrevían a temblar. Y al fin tanto heroísmo perdió su interés; pasó la moda, y los últimos tancredos, en los ruedos de provincia, ante plebes cursis, repitieron a cara o cruz, por cenar una noche, suicidios sin resonancia. Y he aquí que a orillas del Plata, después de años, un "rey del valor" resucita la suerte con los famosos "toros sin cuernos". Se trata todo lo más de romperse una costilla, pero aun así resulta divertido. Supe que el postrer Don Tancredo anduvo por los aires, lo cual fue un éxito sin duda. Supongo al protagonista casado, como su ilustre modelo, y con algún nene de bucles rubios, algún ángel de esos que nos convierten, cuando bajamos a la hedionda arena social, en "reyes del valor". Y me figuro al padre, de vuelta del tormento, con unos pesos en el bolsillo y el cuerpo lleno de cardenales, entrar en su casa y decir a su mujer:
—Prepárame la cama, y busca árnica para unas frotaciones. .. ¡Ay! Vengo de distraer al respetable público.

EL CARNAVAL

"UNA MÁSCARA, sobre otra", dice Shakespeare. Hace falta una doble protección para arriesgarse a ser sincero. El Carnaval es, ante todo, la fiesta de la sinceridad. Durante algunos días somos todo lo francos que se puede, a costa de caer en la desvergüenza; hablamos casi lo que pensamos; nos atrevemos a parecer locos, es decir, a parecer lo que somos; nos desahogamos de doce meses de hipocresía. ¡Admirable privilegio! Nos es permitido correr, cantar, gritar y reír a gusto, y uno se viste como quiere. Se suprime la rutina, la correcta convención, la mitad de las farsas sociales; se nos cura del terror más ruin, el terror al ridículo, se nos felicita de lo grotesco, se descorre el cerrojo a la fantasía, se nos vuelve espontáneos, se nos improvisa una especie de segunda inocencia. Es una hora de libertad, un ensayo de una vida mejor y futura; un relámpago. Pronto se torna al fondo gris de la vieja costumbre. La alegría no es de este mundo. Somos fieras astutas; somos otra vez hipócritas: ¡defendámonos! Rechacemos el júbilo; guardémonos de llevar a la práctica las soluciones de nuestra razón. ¡Orden, orden! No hay nada tan anarquista como el sentido común.
"Todo el año es Carnaval"; un Carnaval triste y sórdido. Ante el amo, el jefe, el arbitro o el instrumento de nuestra ambición, hacemos la comedia de la servidumbre y de la intriga. Los más fuertes la hicieron: Bonaparte, el venidero soberano de una corte cuyo esplendor asombró a Europa, hizo la corte a la querida de Barras. Formemos la gran comparsa de los "arrivistas". Y los que llegaron, siempre en carácter, cambian de mueca. "Perdonadme mi talento", nos imploran. Es el saínete de la modestia, el miedo a la envidia. Y el orgullo, o sea el valor de los que se niegan a fingir, es el que sucumbe, no a los ruidosos golpes del destino, sino al sordo roer de lo mediocre, a la infección de los hombres microbios. Examinad, delante del espejo, los pliegues de nuestra careta de carne. No es la vejez la que abre las arrugas del rostro; es el gesto variado y continuo de la mentira humana. Ni la edad ni el dolor son capaces ya de hacer respetable la efigie de los que viven del odio y del engaño. El carnaval celebra las vacaciones de la fisonomía. Detrás de la máscara, la faz es devuelta al verismo de la soledad o del sueño.
Máscara: escudo. Enmascarados: descarados. El repugnante y el tímido toman su desquite: se convierten en el enigma que quizás atrae, en "el muro tras el cual está pasando alguna cosa". El leproso, si tiene imaginación, seducirá a la virgen. Es el momento de ocultar el cuerpo para mostrar el espíritu. Es el instante de la venganza, en que se murmura al oído del prójimo la broma más terrible: la verdad. Es la época en que se triunfa y en que se tiembla, en que los maridos descubren su desgracia y las feas confiesan su amor. El cartón no se ruboriza. Mujeres silenciosas y desdeñadas, que no tenéis otra belleza que la de vuestros ojos magníficos, otro tesoro que dos diamantes desengarzados, sed efímeras huríes bajo el antifaz. Sed solamente vuestros ojos; solamente los agujeros sombríos por donde asoma el alma desnuda.. . solamente el misterio.
Así el Carnaval, en su fugaz y frenética agitación, hace subir a la superficie del mundo la realidad y el misterio, que no se desunen nunca. Símbolo es del carnaval de la naturaleza, carnaval trágico, en que el fondo inaccesible se cubre cada siglo con un disfraz diferente. Ayer fue la idea, fue la llama, fue el átomo, fue el capricho de los dioses irritados. Hoy es la sed infinita del número. Nuestras manos trémulas se cansan de buscar. La Isis se esconde bajo un velo que renace sin tregua, y nos estremecemos a la idea de que tocamos los despojos de un Carnaval difunto, los restos de un festín olvidado, las cenizas de una fiesta apagada. El Universo se nos aparece como una inmensa máscara por cuyos agujeros negros mira la muerte, y no encierra más que el vacío.


EL ANARQUISMO EN LA ARGENTINA

A RAÍZ de los sangrientos sucesos del primero de mayo, en Buenos Aires, el jefe de policía elevó al ministro un curioso informe, pidiendo reformas legales para reprimir el anarquismo, el socialismo y otras doctrinas que fueron juzgadas por el autor de acuerdo con su puesto, aunque no con la verdad. No puede haber a los ojos de un funcionario opinión tan abominable como la de que su función es inútil. Ahora el Poder Ejecutivo presenta al Congreso un proyecto de ley contra la inmigración "malsana". Se trata de impedir que desembarquen los idiotas, locos, epilépticos, tuberculosos, polígamos, rameras y anarquistas, sean inmigrantes, sean "simples pasajeros". Lo urgente es librarse de los anarquistas. El Poder Ejecutivo no disimula cuanto le inquietan "los que se introducen en este hospitalario país para dificultar el funcionamiento de las instituciones sobre que reposa nuestra vida de nación civilizada".
Es una suerte que M. Anatole France haya llegado a la Argentina antes de que estuviera en vigencia la ley, porque no le hubieran dejado bajar del vapor. La obra de France es un curso de nihilismo, y si el señor Falcón la ha leído, habrá colocado al maestro en la columna malsana de las rameras y de los epilépticos. No conozco más formidable enemigo de las instituciones que el padre de "Crainquebille". ¿Ravachol era anarquista? También lo fueron los ascetas, San Francisco de Asís; también lo es Tolstoi. El anarquismo es una teoría filosófica. ¿Ha tomado el Poder Ejecutivo un diccionario para enterarse? Anarquista es el que cree posible vivir sin el principio de autoridad. Hay organismos esencialmente anarquistas, por ejemplo la ciencia moderna, cuyos progresos son enormes desde que se ha sustituido el criterio autoritario por el de la verificación experimental. ¿Que la sociedad de hoy no está preparada para constituirse anárquicamente? Es muy probable. Discútase, examínese. ¿Qué tiene que ver todo esto con la inmigración malsana?
Protesto contra la teoría temible de perseguir a los que construyen un sistema de ideas, clasificándolos entre los polígamos y los idiotas. No sé si Vaillant o Henry dijo que la lectura de Spencer le había inducido al atentado. ¿Qué nos importa? Muchos ladrones profesan el capitalismo. Muchos asesinos adoran a Dios. Aun hay quien se figura que la idea abstracta conduce al crimen. No: no es el metafísico libertario el que lanza la bomba, sino el gorila de los bosques prehistóricos. ¿Y con qué derecho nos opondríamos a que una inmensa clase de hombres que trabajan y sufren se apropie las ideas que le convienen? El Poder Ejecutivo tiene su sociología; ¿por qué no han de tener los obreros la suya?
Volvemos a lo de siempre: a la pretensión de matar las ideas, como si jamás se hubiera conseguido, con poderes incomparablemente mayores que los del señor Falcón, matar una sola. Se dificultará el funcionamiento de las instituciones sobre que reposa la vida de la nación civilizada, sí; por dicha no hay otro remedio. ¿Qué sería de la nación, si no cambiasen las instituciones? Ese cambio es la vida; la inmovilidad que ansia el Poder Ejecutivo es la muerte. ¿De dónde vinieron las instituciones actuales, sino de la derrota de las instituciones viejas? ¿De dónde viene el orden presente, sino del desorden de un minuto genial? ¿Quisiera el señor Falcón que el tiempo hubiera pasado en vano, y que la Argentina fuera una colonia turca, y los jefes de policía grandes eunucos? La cultura occidental no ha concluido su viaje y es notoria necedad ir a detenerla en la dársena. Por favor, permita el Poder Ejecutivo que siga girando el mundo, y no se obstine en emitir juicios finales. Tenga un poco de modestia, y, recordando las enseñanzas de la historia, admita que las instituciones de 1909 no sean definitivas. No se asuste tanto del anarquismo; consuélese con la certidumbre de que los anarquistas parecerán algún día anticuados y demasiado tímidos. ¡ Sólo la vida es joven!

PSICOLOGÍA DEL PERIODISMO

ESTÁS a punto de fundar un gran diario, y me pides consejo. Como no tengo mayor experiencia personal en este negocio, te aconsejaré con entera libertad de ánimo; por otra parte me tranquiliza el saber que los consejos no se siguen nunca. Empiezo, pues. Un diario vive del número; si se aparta de lo vulgar está perdido. Te conozco: eres un desdeñoso, un difícil, un artista, y me replicarás: "No vengo a servir, sino a iniciar; no quiero halagar al público, sino educarlo". Educaciones costosas. Además, para educar un público hay que comenzar por tenerlo, y para tenerlo hay que halagarlo. ¿O es que te resignas a ser el único suscriptor? Un gran diario, es decir, un diario con un gran público, es un partido; cada vintén representa un voto. Y se trata de electores que dan su voto y dinero encima: ninguna política consigue tanto; gracias que a cambio del dinero se obtenga el voto, y eso a fuerza de elocuencia republicana. Claro que un diario político es diario de una minoría, y lo mismo si es científico o literario, o religioso. Una tendencia moral o intelectual definida disminuirá inmediatamente el tiraje.
La democracia —o sea el desmenuzamiento humano— ha hecho posibles los grandes públicos. Es menester que te lean los negreros sin ortografía y los esclavos que aprendieron a leer; el patricio y su lacayo, la niña sentimental y la cocotte de seda o de algodón; el poeta y el croupier, el médico y el jockey, el ministro y el vendedor de verduras, el cura y el apache, madame de Stael y su portero y Moliere y su criada, el presidente y el reo en capilla, y Deibler y hasta tus compañeros en la prensa. Un gran diario debe ser caótico. Busca un interés común a los infinitos "cualquiera", un interés que los obligue por una hora, por media, por diez minutos, según las dimensiones del oasis de ociosidad cotidiana, a contemplar tu hoja. Cuando el tiempo es dulce y no hay energías suficientes para pasear, la gente se asoma a los balcones. Toda la familia: los nenes miran los caballos y los eléctricos; la casadera mira los mozos de zapatos de charol, el estudiante las caderas redondas, la mamá los sombreros femeninos, la suegra las inconveniencias del tránsito, el abuelo, con sus ojos turbios, el río urbano que pasa, y la sirvienta, fregados los platos, mirará también algo por su ventanillo. Y si dos borrachos riñen y se pegan o se acuchillan, ¡ qué suerte para los del balcón! He ahí tu público. Has de ser un balcón, y tu diario, la calle universal.
El periodismo es la síntesis y el comercio de la curiosidad. Pero mientras la curiosidad del pensamiento y del bien es rara, la curiosidad del hecho es general porque es instintiva. Lo indispensable es el hecho. Del hecho parten el sabio, el esteta y el moralista que desprecian la prensa, y con el hecho se contenta la enorme mayoría cuya sola cultura es la prensa, y que no va más allá de la sensación y de la imagen corriente. Un gran diario no ha de encerrar sino hechos, o que parezcan tales. La esencia del periodismo es dramática. El periodista auténtico oculta lo suyo y revela lo ajeno; reúne en sí las vibraciones dispersas y las transmite; semejante al cómico, desaparece bajo la realidad que nos transfiere. Cargado de tesoros incesantemente renovados, su misión es repartirlos ilesos entre nosotros, y su ideal se reduce a la rapidez y a la exactitud. El periodista es el buzo de los hechos. Su carrera es una de las formas modernas del heroísmo, y las kodaks enfocadas por los reporteros en plena batalla durante la guerra ruso-japonesa son más eficaces hoy que las ametralladoras. No tengas otro programa que presentar el máximo de hechos recientes y distintos. Preséntalos con simplicidad; no te olvides de que tu lector es simple —por lo menos en tanto que te lee—. Huye de toda elevación. Elevar fatiga, y tu público es débil de cascos. No soporta sino el desfile de los hechos brutos; su afición se detiene en lo pintoresco; su delicia es la verdad en folletín. De ahí la desmesurada importancia del deporte y de los crímenes. Atiende tú, en tus informaciones, antes al último estupro que a la última encíclica; en tus crónicas literarias no salgas de lo anecdótico; describe sobriamente las teorías y minuciosamente los escándalos; no publiques los versos del genio ignorado si no se suicidó aún. El vago afán de lo nuevo y la cobarde pereza engendraron la moda. Sea tu diario una vasta moda que muere y renace cada mañana.
La caza de los hechos... la cartera, morral de noticias ensangrentadas, calientes todavía. . . Elige empleados de moderada inteligencia, de memoria fiel, de buenas relaciones y sobre todo de piernas ágiles. Aprovecha las maravillas de la industria para enterarte pronto. La gloria de Blowitz era "tener un hilo". Apodérate de los hilos secretos. Entonces, en premio al estremecimiento periódico y fugaz que sentirán a la vez, por mediación tuya, miles de seres aburridos, gozarás de una incalculable potencia. Serás el instrumento del reclamo, la encrucijada fatal de las combinaciones financieras y políticas. Serás, ¡ oh colector!, el arbitro invisible, el que manipula esa montaña de granos de arena, ese mar de gotas, esa totalidad de nadas: la opinión pública, y si así lo quieres, te enriquecerás tanto con tu palabra como con tu silencio. ¡Bello destino! Pero, ¿eres digno de él? ¡Ay! Te conozco... Tienes demasiadas ideas... El periodista es un hombre de acción: ¡menos libros, pues, y más gimnasia!

EL DERECHO A LA HUELGA

PARECE que algunos gobiernos marchan hacia una concepción nueva: la de que no sea permitido al obrero abandonar su labor, salvo que le despidan. Se ha presentado al parlamento español un proyecto de ley negando el derecho a la huelga. En la Argentina y en la India inglesa se lanza del territorio, sin formalidad ninguna, a los "agitadores", como suele llamarse a los que se cansan de sufrir. Durante la magnífica parálisis de los servicios postales y telegráficos franceses, se dijo que el Estado no podía tolerar, por capricho de los trabajadores, el aislamiento de Francia.
Se dio entonces a los modestísimos empleados el pomposo nombre de "funcionarios públicos", y se declaró que un funcionario público está en la obligación de no interrumpir un minuto su trabajo. Sería una grave falta de disciplina. Se ve la habilidad con que el gobierno —que al fin cedió ante la fuerza huelguista— trataba de introducir ideas sublimes y palabras altisonantes en el conflicto. Había que asimilar el cartero y el telegrafista al soldado. El único deber del funcionario, es funcionar. No hay huelgas; no hay más que deserciones. Mañana se aplicaría el mismo razonamiento a los operarios de las industrias nacionales; pasado mañana, a los peones agricultores, al bajo personal del comercio. Suspender la faena productora es una indisciplina, un delito, una traición. Se debilitan las energías del país; ¡ se disminuye la riqueza de la patria!
Así rehabilitaríamos la esclavitud —y conste que en ella se ha fundado la civilización más ilustre de la historia. ¿Por qué no hemos de ser consecuentes? En resumen, el Estado no es sino el mecanismo con que se defiende la propiedad. Si se castiga al que atenta contra ella mediante el robo, y al que la mueve antes de tiempo mediante el asesinato, ¿no es lógico castigar también al que la suprime en germen? La propiedad se gasta; su valor se consume, y es necesario reponerlo sin descanso. El ladrón la mata; pero el huelguista la aborta. Para un fabricante, una huelga prolongada de sus talleres equivale a la fuga de su cajero; el patrono volverá los ojos al Estado, exigiendo auxilio. Un trabajador es una rueda de máquina; mas una rueda libre, capaz de salirse de su eje a voluntad, es algo absurdo y peligroso. No se concibe una propiedad estable sin la práctica de la esclavitud.
Todavía la practicamos, sin duda, aunque cada vez menos. Estamos desde hace siglos en presencia de un hecho formidable: la masa anónima, el inmenso rebaño de los que nada tienen sube poco a poco acercándose al poder. He aquí al viejo Estado enfrente del número. Mejor dicho, ahora es cuando el número adquiere, gracias a la cohesión, todo su terrible peso. El pueblo comienza a dejar de ser arena; se cuaja en roca. No es extraño que el sufragio universal haya sido tan inocuo; encontró una multitud incoherente, incapaz hasta de conocer sus males, y vagamente de acuerdo con el Estado. Detener al pobre trabajador, sucio y jadeante, de regreso al negro hogar, donde como de costumbre hallará dormidos a sus hijos, y proponerle que gobierne su nación, es en verdad pueril. Preferirá comer mejor y disponer de dos horas para jugar con sus niños. Y lo ha logrado en muchas regiones. Lo instructivo es que los obreros se van agrupando y organizando por el trabajo mismo; sus herramientas se convierten imperceptiblemente en armas; los aparatos con que la humanidad circula y trasmite el pensamiento están en sus manos; el alambre que lleva la orden de un Rockefeller no se niega a llevar la del siervo rebelde, y nuestra cultura, que día por día necesita instalaciones fabriles y de tráfico más y más enormes, pone en contacto y en pie de guerra mayor cantidad de proletarios; las huelgas —esas mortíferas declaraciones de "paz"— aumentan en extensión y en rapidez, y a medida que la propiedad se acumula en moles crecientes, su estabilidad se hace siempre menor.
El Estado se batirá; opondrá al número el número. Opondrá el ejército compuesto de hombres educados para esperar la muerte, al proletariado, compuesto de hombres que tienen la irritante pretensión de vivir. Ya que de derechos hablamos, ¿qué es un derecho, sino una concesión, un permiso de las bayonetas? Recordemos, no obstante, que los soldados no son ricos ni felices, y que los fusiles, los cañones y los acorazados no se construyen solos. ¿Vendrá el momento en que los astilleros huelguen? ¿Vendrá una huelga militar? Lo ignoramos. Es evidente que los trabajadores atraviesan una época de prosperidad, de juventud. A regañadientes, como a lobos que le persiguieran, el Estado les arroja jornadas breves, salarios más altos, pensiones, indemnizaciones, y los lobos tragan esos pedazos de carne fresca, y corren con doble vigor, y avanzan y se echan encima. ¿Dominará el Estado? ¿Aprovechará la obediencia aún bastante segura del Ejército? ¿Será vencido? Nadie lo sabe. Los vastos movimientos sociales nos son tan misteriosos como nos lo serían las mareas, si un cielo nublado eternamente nos ocultara la luna y el sol. Aguardemos los episodios de la lucha entre el trust del oro y el trust de la miseria.

MARCAR EL PASO

No HAY nada tan prudente, tan correcto, tan tranquilizador como marcar el paso. Educar es enseñar a marcar el paso en los negocios de la vida, a copiar el ritmo ajeno y conservarlo, a integrar el gran volante regulador de la maquina humana. Hoy como ayer, mañana como hoy, he aquí la divisa de toda sociedad perfecta, y naturalmente del Estado, que se cree perfecto; el Estado es lo contrario de cambiar de estado; no existe gobierno que no se estime lo suficiente para conservarse a sí mismo, y sería absurdo que no fueran conservadores los que se encuentran a gusto. Los demás, los que obedecen, deben obedecer siempre, y siempre igual, de idéntica manera; deben evitar molestias a los que mandan, y guardarse de provocar contraórdenes, rectificaciones y reiteraciones. ¿De qué serviría mandar si costara trabajo? Lo razonable es que el mando sea definitivo y eterno.
Se ve cuan sensato es el proceder de ese oficial argéntino que durante la instrucción atravesó con la espada la ingle a un estúpido recluta que no marcaba bien el paso. ¡ Pobre oficial! Había perdido la paciencia. ¡Cuánto habrá sufrido, cuántas veces habrá repetido sus órdenes! Obligar a repetir una orden, ¿no es ya rebelarse a medias? Tal vez murió el recluta. Pero un recluta que no consigue aprender a marcar el paso es, desde luego, algo contradictorio y casi inexistente. No es justo llamar homicidio a una sencilla verificación. Un recluta es un aparato que marca el paso. Un soldado es un aparato que transporta las armas de fuego y aprieta los gatillos. El emperador Guillermo dijo en una revista que un soldado, si se lo ordenan, está en la obligación de fusilar a su madre. Comprended de qué modo se hizo Alemania poderosa y magnífica.
¿Queréis orden? Cumplid la orden. Ciudadanos, ajustaos a la ley. No es buen juez el que la discute y mejora, sino el que la ejecuta. Imitemos a los astros; admiremos la exactitud verdaderamente militar con que acaecen los eclipses; los planetas marcan el paso, y los átomos sin duda también. Nuestra ciencia busca la ley en todos los fenómenos, y lo terrible es que la va encontrando. Quizá se llegue al ideal de prever matemáticamente los detalles del porvenir. ¡Gracias que tendremos nosotros la suerte de irnos mucho antes! Cosa triste ha de ser el predecir los movimientos de nuestro cielo interior, calcular para dentro de diez años los eclipses de nuestro espíritu, conocer a un tiempo la fecha del placer y la del sufrimiento, la de la ilusión y la de las decepciones; saber en plena juventud el minuto de la primera cana, la enfermedad que nos asesinará y las muecas de nuestra agonía. La esperanza se hará, más insoportable que el recuerdo. Si nuestra alma marca el paso, ignorémoslo.
Marcar el paso no supone avanzar. En táctica, equivale a suspender la marcha y simularla agitando las piernas sin adelantar un centímetro. Símbolo curioso. La existencia de la ley no supone una realidad concreta. Al revés. Por ejemplo, la ley de los días de la semana es que detrás del lunes venga el martes, luego el miércoles, etc. "Si" hoy es lunes, mañana será martes, pero ¿qué razón hay para que hoy sea lunes, y no viernes? Ninguna. Estamos, ¡horror!, fuera de la ley. "Si" Mercurio se halla hoy en tal lugar del firmamento, mañana estará en tal otro. ¿Pero por qué "está" en este instante aquí y no allí? La ley no es una realidad, es una relación, es un "si". La única salida de semejante laberinto es que no hay aquí ni allí, ni ayer ni hoy y que el Universo marca el paso, como un juicioso recluta, sin abandonar su socarrona inmovilidad.

LA INDEPENDENCIA DE CATALUÑA

CATALUÑA marcha hacia el separatismo. ¿Llegará? La cuestión no es que los catalanistas sean bastante razonables, sino que sean bastante fuertes. La razón, cuando está sola, es una pordiosera que aguarda con la mano extendida. Ya se ha dicho que acertar demasiado pronto es equivocarse. El mundo se ríe de los argumentos. Ante la indignación de los "españoles" que no comprenden por qué se obstina en reclamar nuevos privilegios una provincia escandalosamente favorecida ya por el arancel, cabe replicar: "Los catalanes eran fuertes, puesto que obtuvieron esas ventajas; ahora, gracias a ellas, son doblemente fuertes, y exigirán ventajas dobles". Es la ley elemental de la vida. Ni la vida ni la muerte se hartan jamás, y hasta se devoran las dos entre sí. Por el momento hay una fusión catalanista de hombres de todas las tendencias: el "solidarismo". En un mitin solidario se vio al ateo Salmerón abrazarse con un sacerdote. Cómo los solidarios han conquistado a Maura y al rey, es un misterio. Qué negocios habrá debajo de semejante alianza, se ignora. Según la definición clásica, la política es "lo que no puede decirse". Si pasa en las cámaras el proyecto del gobierno sobre administración local, o de las célebres "mancomunidades", el separatismo ganará una buena baza y el Estado tenderá a destruirse por altos secretos de Estado. Las mancomunidades anularán el sufragio, y constituirán un maravilloso instrumento de opresión católica. Quizá sea esto lo que ha sucedido a la dinastía. Cuando un monarca se hace devoto, la nación es la que lleva el cilicio.
El ideal, o si se quiere el capricho de los catalanes, no está reñido con la disolución moderna del concepto de patria. Hemos quitado a la patria lo religioso; lo legendario con el análisis histórico; la estamos quitando con la uniformidad de las leyes lo político, y con la uniformidad de las costumbres lo pintoresco; la tierra ata cada vez menos, a medida que los productos circulan y se trasmite la energía; la fraternidad del dolor borra las fronteras entre los proletarios; las artes de la codicia, volviendo internacionales a los trusts, hacen más y más difícil la guerra, que es un mal negocio; la flor de la patria, que debe regarse con sangre, se marchita y desfallece. "La patria es donde a uno lo tratan bien", ha dicho Aristófanes, y después Séneca; y más tarde, si no lo dijeron, lo pensaron y lo piensan muchos. Pero en otro tiempo, por poco bien que le trataran a uno, peor era intentar trasladarse. Hoy nos movemos fácilmente, y cambiamos de patria. El árbol, sostenido y nutrido y sujeto por sus raíces, es un organismo patriótico. El ave, si posee alas anchas y robustas, tiene opiniones cosmopolitas. El calor de la civilización nos torna ágiles y sueltos; nos clarifica. La sociedad no es tan viscosa; el plasma humano es capaz de dividirse en pequeñas gotas. Por eso no es paradójico que debilitándose el concepto de patria, matiz que irá relegándose a la sensibilidad estética, aumente el número de patrias. Nacionalidades recientes han brotado en Centro América, en Escandinavia, en los Balcanes, y sin esfuerzo, porque el asunto va perdiendo su importancia. Y así bajaremos de fracción en fracción hasta el individuo, que en realidad es la única nación perfecta. Los catalanes acompañan las causas profundas de su destino con "epifenómenos" insignificantes. Argumentan ellos también, como si el vencedor necesitara argumentar. Se ha impreso un "compendio de la doctrina catalanista" que es de leer. El autor, enemigo de los "españoles", fue condecorado con la gran Cruz de Isabel la Católica. En el compendio se exige el separatismo porque el idioma catalán es conciso, mientras que el castellano es ampuloso; porque los catalanes tienen un pasado limpio, mientras que los "españoles" lo tienen sucio; porque lo catalán es siempre de mejor marca, de género más resistente; por ejemplo, los santos. No hay nada tan recomendable como San Paciano, San Pedro de Claver, santos catalanes. "¿Cuál es la patria de los catalanes?" El compendio responde con sencillez: "Cataluña", y esa evidencia etimológica impresiona a cualquiera. En el parlamento se declamaron algunas vulgaridades. Moret dijo que en la historia de España había muchos heroísmos. Un diputado solidario contestó: "y muchas cobardías", con lo cual se produjo un tumulto espantoso, de que se dio en seguida cuenta por telégrafo al orbe civilizado. La patria es heroica, definitivamente, y es locura discutirlo; el diputado solidario estaba convencido de ello, pero se refería a otra patria. .. No pelean de distinto modo los pilludos de Madrid. "¡Tu madre!", "¡la tuya!"...

SUICIDAS ANÓNIMOS

TODAS las ciudades populosas del globo ven de año en año aumentar el número de suicidios. Buenos Aires se contenta con tres o cuatro diarios; Nueva York, más civilizada, llega a veinte, a veinticinco, a treinta. Siempre hay algunos anónimos; un tiro suena en un solar de los suburbios; o bien al despuntar el alba los traperos descubren un despojo humano que cuelga de una verja. Es un muerto, y nada más. Es uno que se ha marchado dejando tan sólo un cadáver mudo, sin papeles en los bolsillos. Es uno que se ha llevado entero su secreto. Y por diez casos, si queréis, de suicidios que se deben a la degeneración, habrá uno en que la víctima —o el triunfador— es un hombre inteligente y sano; en que un alma fuerte ha hecho su balance, y ha encontrado preferible el silencioso abismo sin color y sin fondo al vil padecer de todos los días. ¿Cobarde? ¿Cuál es la cobardía mayor, temer la vida o temer la muerte? ¿Resignarse a lo conocido o afrontar el misterio? Matarse es una cobardía a la que pocos se atreven; el presidiario que intenta evadirse, horadando el muro, es más viril que el que se queda esperando órdenes en el calabozo, y me parece cosa grande convertir en llave el cañón de un revólver, y salir del mundo por el pequeño agujero de la sien.
Y hacer esto sin discursos, ¿no es soberbio? "Seul le silence est grand; tout le reste est faiblesse", dijo el sombrío Vigny; las "siete palabras" de los fanáticos, desde Jesús a Ravachol; de los filósofos, desde Sócrates a Goethe; de los guerreros, desde Leónidas hasta el oficial español que rodeado de carlistas les invita a fusilarlo de una vez: "¡Libradme pronto de vuestra presencia!"; las de los infinitos moribundos históricos, de los que se despiden del respetable público y de los que todavía se yerguen en el patíbulo para que los fotografíen, son interesantes y suelen ser ingeniosas, pero indignas de la muerte. No hay sepulcro ni epitafio a la altura del asunto. Las Pirámides, en su pretensión de luchar contra la Nada, se vuelven microscópicas: hacen reír. Admiremos el buen gusto de los que desaparecen por su voluntad y sin literatura.
Mejor sería que estos héroes vivieran. Vivirían si fueran religiosos, y también si tuvieran ideales terrestres. Las vírgenes de Esparta dieron en suicidarse, y la epidemia cesó en cuanto fue ordenada la exposición de sus cuerpos desnudos, como castigo postumo. Virginia perece por no desnudarse. Un sentimiento bien cultivado hace despreciar por igual la vida y la muerte. Es pueril reprochar al cristianismo su falta de verosimilitud científica; el cristianismo sacó del dolor recursos maravillosos, y libró a los bárbaros de la negra pesadilla final; ¡ cuántos, a cambio de evitar el aniquilamiento absoluto, elegirían el infierno! En el infierno se sufre, se conspira, se maldice, se vive. ¡ Venga la inmortalidad, aunque sea la de la desesperación! Los atenienses, enamorados de lo perfecto, no se suicidaban; no querían perturbar con lo ignoto la armoniosa teoría de sus ritmos; no querían oscurecer la faz radiante de sus estatuas con la sombra del Enigma; negaron la muerte sonriendo; robaron la carne a las podredumbres, haciendo de ella una llama alegre, y cubrieron con una máscara de flores las fauces del horror. Tomaron de la Esfinge su cabeza de diosa, y sus voluptuosos pechos; no vieron el tronco bestial que se hundía en la noche. Nosotros no comprendemos siquiera lo perfecto; lo hemos reemplazado por lo infinito; estamos en viaje; no podemos detenernos, y nuestra única fe es la velocidad. Los dioses, Dios, lo bestial, la noche, la locura, todo lo hemos recorrido, a la luz glacial de la ciencia. ¿Y qué han de hacer los de tardo paso, aquellos para quienes la religión y la verdad son igualmente irrespirables? ¿Qué será el suicidio para ellos? ¡La última invocación al azar!
Les habéis dicho: "sois libres", y habéis creado la clase lastimosa de los ciudadanos libres que "se alquilan por pan", según la expresión bíblica; les habéis dicho: "hemos restablecido las posibilidades; el cualquiera tiene abierto el camino para ser rey; el mendigo para ser millonario", y habéis añadido a las viejas desdichas una esperanza absurda. El suicidio no es hoy signo de decadencia. Lo era en Roma; pero en Roma no eran los esclavos los que se suicidaban, eran los señores. Hoy no son los señores los que se suicidan; son, sobre todo, los esclavos. Y por mucho que volemos hacia el vago horizonte, quizá no nos desprendamos en seguida de los espectros que nos persiguen; quizá nos acompañen largo trecho los suicidas anónimos.

LA PLEGARIA DEL BURRO

LA RECIENTE psicología comparada revela que los animales —sobre todo los animales superiores— tienen lo necesario para ser tan infelices como nosotros; deseos, inteligencia, manías morales, remordimientos y la ilusión de la responsabilidad. El perro es hasta religioso; su dios es el hombre. Consultad los estudios de Anatole France sobre Riquet, el can de monsieur Bergeret, y quedaréis convencidos. Maeterlinck, en su artículo Sur la mort d'un petit chien, opina igual, y asegura que el perro es la única especie con que se comunica la nuestra, de alma a alma. El caballo padece un espanto incurable. Está medio loco. Las otras bestias domésticas no piensan sino en tragar. Yo, y perdóneme el gran Maeterlinck, haría una excepción con el burro. Se le ha colocado científicamente junto al caballo, pero eso no prueba nada, como no prueba mucho nuestro parecido exterior con el mono. La naturaleza gusta de disfrazarse, y no es prudente juzgar por la cascara el fruto. Creo que somos también los dioses del asno, y que su metafísica y su teología son más profundas, más alemanas que las del perro. El asno nos reza. Escuchemos su plegaria. No seamos sordos como las demás divinidades. Escuchemos:
"Hombre omnipotente, a ti me entrego en cuerpo y en espíritu. Tómame: ¿qué asno habrá bastante ciego para no ver que eres el creador del cielo y de la tierra? Si creas faroles y focos rechinantes que disipan las sombras nocturnas, vencedoras del sol, ¿no hemos de reconocerte el poder de crear el mismo sol y las exiguas estrellas? Y si creaste el pasto esencial, el grano absoluto, ¡ oh señor de las mieses!, ¿no habrás creado plantas y cosas menos útiles? El que puede lo más puede lo menos. Hombre innumerable y sutil, dueño mío, tú fabricas establos sublimes y altas viviendas que duran tanto como cien generaciones de burros. Sin duda me engendraste a mí, que duro tan poco. Si existo, es por tu infinita bondad. ¿De qué te sirvo yo, torpe, lento, ingrato, irreverente, a ti, amo de los carros de fuego que devoran la distancia rodeados del universal terror? Tu mano sagrada sostiene mis horas. Cada minuto de mi existencia es un beneficio tuyo.
"Tú me das de comer —¡oh misterio adorable!—, tú permites que te transporte de un punto a otro, que oprima mis lomos tu excelsa persona. ¡ Y cuántas veces te he llevado con sacrílega distracción! Pero cuando resplandece tu inagotable misericordia es cuando me castigas, cuando haces caer tu santísimo palo sobre mis huesos.
"Si te ocupas de mí, es con un fin trascendental. Me pegas desinteresadamente; me corriges como padre amoroso. Te propones elevarme a la vida perfecta. Tu rigor es benéfico. Mis pecados formidables merecerían torturas sin término. El crimen mayor del burro es su soberbia. Soy impaciente, colérico, cruel. Soy, además, lascivo. La lujuria de la burra, su perfidia disimulada a veces bajo las apariencias del pudor y de la virginidad, nos traen vergonzosas catástrofes. ¡Ay! La burra es amarga como la muerte.
"Tus palos divinos me indican mi deber; debo ser humilde, casto, resignado. No debo desanimarme en la lucha. La carne del burro es flaca, las tentaciones numerosas, pero Tú me ayudarás. Los cortos días que pasamos en un mundo de penas y de horrores oscuros, y lo inmenso de nuestros sueños, me dicen que el alma del burro es inmortal. Después que me hayan enterrado resucitaré, si fui burro y supe aprovechar las enseñanzas de tu palo santísimo; entonces me uniré a ti, y contemplaré en tu espléndido rostro la sonrisa de la eterna reconciliación.
"Entonces obtendré tus caricias, que aquí abajo serían absurdas. Cuenta la leyenda que un Hombre cabalgó sobre un asno sin fustigarle, y entró así en una ciudad donde les recibieron entre palmas. Aquel Hombre era débil, y los Hombres le pusieron en una cruz. Hicieron bien. Mi Hombre es el Hombre fuerte, el Hombre del palo. Sin el palo tu majestad sería inconcebible. Obedecido y reverenciado seas por los siglos de los siglos, y hágase tu voluntad, y no la mía. (Me parece que es lo que más me conviene por ahora.)"

ABDUL-HAMID

ESPERO que cuando este artículo se lea habrán matado por fin al sultán de Turquía. No hay otra solución; desde luego no hay ninguna que se ajuste tanto a las costumbres del Oriente. Consideremos que Abdul-Hamid es cabeza de la Iglesia, jefe del Islam y hasta del panislamismo, pues no en vano hizo consejero suyo a Abul-Huda, aquel frenético derviche enviado en calidad de curioso presente por el gobernador de Alepo. El califa puede abdicar su majestad humana, no su dignidad divina. Que lo quiera o no es "la sombra de Dios sobre la tierra", y el único medio de aniquilar ese flaco fantasma es ahogarlo en la enorme sombra de la muerte.
Además, ya es hora de que pase un mal rato la decrépita hiena que adoran los musulmanes, y que había convertido el país en una ruina, el ejército en una horda de bandoleros, el Estado en una burocracia de espías y de empleados a la venta, el pueblo en un rebaño idiota de terror, y las matanzas de judíos y cristianos en fiesta nacional. La cuestión religiosa no es más que un pretexto. Los hombres no se destripan por un dogma, por una idea —¡sería demasiado bello!—; se destripan por un pedazo de tierra, un pedazo de pan, un pedazo de oro. El armenio es el enemigo porque es el que trabaja. ¡Guerra al que trafica y gana dinero y lo presta, y no dispone del poder de las armas! Expedito modo de negociar es el saqueo de los depósitos ajenos, para evitar que baje el precio de las mercaderías propias; cómoda manera de saldar cuentas es acuchillar al acreedor. ¿Qué han de hacer los militares turcos, si no aprovechar la menor ocasión de concluir con los que les adelantan sueldos? Y el Estado, para asegurarse su parte de lucro en la usura, se asocia con los prestamistas y no paga a los funcionarios, que tienen permiso tácito de atropellar a su placer. El Estado roba con una mano y degüella con la otra.
Cómplice de Abdul-Hamid ha sido Europa entera, como ahora lo es del zar, verdugo en Petersburgo y pacificador en La Haya; Europa, que ha colocado sus fondos en Turquía y se contenta con que el déspota siga ordeñando a su patria y abonando intereses. Pero el mejor amigo del "Sultán Rojo", del "Asesino", según lo llamó Gladstone, es Guillermo II. Guillermo ha recibido de Abdul-Hamid regalos por valor de millones, y después de pronunciar el más cristiano de sus discursos sobre la tumba de Jesús, pronunció el más mahometano sobre la tumba de Saladino. Guillermo, a cambio de fuertes contratas a la casa Krupp, solía remediar con su poderosa influencia ciertas dificultades turcas, manchadas de sangre. ¡Un cliente de Krupp es sagrado! Para el emperador, Krupp es Alemania. El emperador fue paladín del degradado tío Krupp, muerto en la orgía, y asistió paternalmente a las bodas de Berta Krupp, la valquiria administradora de los inmensos talleres. Entonces soltó una de sus célebres frases: "Berta, hija mía, Dios te ha asignado un magnífico centro de actividad. . ." ¿Qué importan unos cuantos armenios sacrificados? Dejemos en paz a nuestros banqueros, a la clientela de nuestras armerías. No nos mezclemos en su política interior. Si se tratara de Marruecos o de Indochina, de negros o de indios, sería diferente; habría que defender la cultura moderna. ¿Verdad que no hay naciones civilizadas? Yo no he visto civilizadas sino a personas, y no muchas.
El Corán no es contrario a la nueva Constitución ni al parlamento. Dice que "se debe al califa el décimo de los productos", pero dice también que "el Profeta mandó tomar consejo", y que "cualquiera medida mala, tomada después de consulta, es preferible a una medida saludable, tomada arbitrariamente". ¡Bah! ¿Acaso la tiranía no es compatible con el sufragio universal? La América latina sabe algo de eso. "No existen gobiernos liberales, apunta Proudhon; no existe sino el gobierno o la negación del gobierno; fuera de ahí, nada". O mandamos o no mandamos. Y si es agradable torturar a esclavos, ¿no será doblemente sabroso torturar a ciudadanos libres? Un Abdul-Hamid, en medio de sus dos Cámaras, sería siempre el "Asesino".
Estudiad su retrato, su perfil de vieja envenenadora, perita en estupros, experta en abortos; sus ojos cóncavos, donde están las heces de todos los vicios, y donde está el miedo, el miedo continuo que padecen los monarcas. El venerable Abdul-Hamid, cargado de años y de crímenes, ha baleado a inocentes servidores, demasiado solícitos, que al acercarse le dieron un susto. Una muchacha del harén, favorita de una noche, se olvidó del protocolo y abrazó al Sultán dormido; el cobarde despertó sobresaltado, sacó su revólver de bajo la almohada, y saltó los sesos a la infeliz. En Yeldiz se lee a Gaboriau y a Montepín, traducidos por "chambelanes negros". El amo puede "vivir" su literatura. Ha tenido constantemente entre sus garras de lechuza un racimo de muñecos humanos. ¿Y "eso" es la sombra de Dios?
Y quizá lo sea, verdaderamente.

DIOS

LA GRANDEZA de Dios, velada de azul con la distancia, aparece en lo alto del pasado como deslumbradora cumbre de soledad y de hielo; a instantes se disuelve el ancho y oscuro pedestal que la ata a tierra y entonces, suspendida en el vacío, finge una ilusión tejida por la luz.
Pero las ilusiones, si alguna lo es, tienen un poder mayor que la evidencia, porque no son destruidas sino por otras ilusiones y no por las cosas. La mentira divina fue más real que todas las verdades. Llenó el firmamento y el abismo, y nuestra ciencia terrible es incapaz todavía de medir el hueco que ha dejado. Preñó las almas y moldeó las pasiones, dando al crimen mismo un sagrado resplandor. Fue la poesía de la vida para las vírgenes, el consuelo de ella para los miserables y el desprecio de ella para los héroes. Hizo surgir y flotar las entrañas sobrenaturales del mundo, desvanecidas hoy y buscadas a tientas.
Y sin embargo, Dios fue vencido: vencido por el número. Era fuerte, mas estaba solo; tenía que luchar contra la humanidad innumerable, contra las humanidades renovadas en cada siglo, inquietas, diversas, imprevistas; contra las humanidades lejanas que no alcanzó a poseer bastante pronto; contra las ideas, los caprichos y las locuras; contra la marcha insensible de lo desconocido; contra lo infinitamente pequeño, contra el azar y la fatalidad. Para someter a lo múltiple, intentó lo múltiple. Preparó santos y predicadores, mártires y filósofos, templos y fortalezas y expediciones de conquista, el rayo del milagro y el recurso de la esperanza y de lo imposible. Aplicó la tortura y sembró el ensueño. Desató un huracán de llamas y de prodigios. Se volvió político y guerrero, y por fin, para apoderarse del hombre, se hizo hombre. Y todo fracasó. Sus huestes se desgarraron entre sí, desgarrándole a Él. Su enorme sombra vaciló. Una doctrina extraña nació en silencio: una divinidad nueva se levantó en el horizonte, prometiendo riqueza y libertad aquí abajo. Los hombres consentían en vivir y aceptaban la muerte. Y Dios fue desposeído, desahuciado, procesado y condenado; le imputaron y le imputan todas las injusticias, todos los embustes, todos los absurdos, todos los males. Hasta se le echó en cara que no existe.
Y existe, sí, respira en larga decadencia. Su dolor infinito baña las fábricas complicadas que sobrevivieron a su gloria; su débil voluntad estremece aún, de tarde en tardé, la red ya caduca con que sus ministros trataron de apresar el globo. Su espíritu, despedido de la razón viril, se refugia en la ingenua y mudable fantasía de las mujeres y de los niños; su historia marchita entretiene a los poetas y a los sabios; su espectro vaga en la penumbra de las catedrales desiertas. Dios se arrastra entre sus propias ruinas; sólo las ruinas humanas se arrastran hacia Él; sólo la desesperación y la noche visitan su fúnebre aislamiento. Apagada la radiante hoguera, todavía remueven la ceniza manos temblorosas y humildes, manos de viejos y de agonizantes. No fue el Hombre quien perdió la fe en Dios, sino Dios, al renunciar a su ideal inmenso, quien perdió tal vez la fe en el Hombre. Pero ni los Hombres ni los Dioses conocen el destino.

LA MUJER Y LA MUERTE

APENAS nacemos, nos sentimos copados por la muerte. Avanzamos irresistibles y atónitos dentro del círculo, atados al lomo de los potros salvajes. Y árboles, astros y bestias, y las olas y la llama y nuestros mismos sueños son figuras indescifrables que se yerguen o huyen. Y vivimos inclinados y llenos de angustia, y no vemos el fondo de las cosas.
Pero entre las formas sin número que pasan rozándonos, o espían, o aguardan inmóviles, hay una más dulce y más fuerte. Es una sombra tan familiar y tan próxima, tan semejante a nosotros, que nos dejamos ir a la ilusión de que es nuestra sombra, y de que palpita cuando palpitamos; nos parece nuestro propio rostro, reflejado en aguas invisibles que lo deforman vagamente. Es el extremo accesible del misterio, la flor maravillosa que alzan hasta nuestro ser los tallos plantados más allá de la muerte. Y el amor, que es sed de misterio, nos lleva a la mujer; nos asomamos a sus ojos porque está en ellos la sima eterna; su boca de sangre es la esclusa en que nos hemos de encajar y desvanecer, y entre sus brazos ensayamos la agonía.
Amar es el simulacro de morir. Nuestra existencia se ennoblece con estas representaciones del drama sagrado. El amor, que, como todo lo real, arraiga en el espíritu, arrastra la carne y estremece la médula de nuestros huesos; en su corriente todo vacila y cae, se transfigura el mundo y cambian de color las estrellas. Sólo la muerte tiene poder tan grande; sólo ella devora también con nuestro espíritu nuestra carne y nuestros huesos; sólo ella es capaz de abrir el mundo y revelarlo. Y así como ponemos en la muerte un tesoro de certidumbres, lo ponemos en la mujer, salvadora de gérmenes, hermana de la tierra, fresca fuente de olvido, madre de la belleza y de la melancolía. La mujer sabe que no se la posee sin desearla; la mujer puede decir: "Éste es mi hijo". Nosotros amamos y dudamos. El misterio se vuelve múltiple, irónico y cruel. Nos preguntamos quién es mayor enemigo del amor, si la traición o la fidelidad. Y la sabia vejez, trayéndonos el dolor y el hastío, afina nuestra inteligencia y nos prepara a los últimos amores.
Para la muerte es lo que en nosotros sobra de la mujer, o lo que la mujer nos dio. La mujer empieza y la muerte concluye. Ir hacia una es hacer camino hacia la otra. Son las aliadas del misterio. Adivinamos sin embargo en la muerte algo absoluto y suyo, radicalmente nuevo; nos basta entrever, al fulgor del postrer relámpago, el terrible gesto que no termina, para convencernos de que la muerte es más seria y más definitiva que el amor. Agradezcamos el destino que orna nuestros pobres días, enviándonos ese profundo y suave emisario de ultratumba, símbolo de la vida y de la fecundidad.

" M E V O Y ..."

MUCHOS días después de acaecido, me enteré del fallecimiento de Blixen. ¡ Quién habría sospechado que el hombre que dejé lleno de vida en Montevideo moriría antes que yo, que me estoy muriendo desde hace dos años! Y de cuanto he leído sobre la desgracia de "Suplente", lo que me conmueve más es su frase en la agonía: "Me voy. . . me voy..."
Sí; esto sólo podemos decir, que nos vamos. Y antes de irnos del todo, nos vamos yendo desde que nacemos, hora por hora, minuto por minuto. Nuestra carne cambia sin cesar sus moléculas, nuestro corazón cambia sus amores, nuestro espíritu cambia sus figuras. ¡ Qué de cosas mueren a cada instante en nosotros! Nuestro pasado es un cementerio, y tiene que serlo para que el porvenir exista. No se avanza sin dar a algún horizonte la espalda. Hay en el mundo una irreductible cantidad de sombra, y amanece aquí porque anochece en otra parte. Si no olvidáramos, no respiraríamos. Sucumbimos cuando no es posible renovarnos. Entonces somos una gastada molécula del cosmos, una figura ociosa en el espíritu universal; entonces es la naturaleza la que nos olvida, y morimos como habían muerto ya tantos recuerdos en nuestra memoria.
Nos vamos. Es muy sencillo. ¿ Por qué marcharse había de ser más misterioso que llegar? ¿Es acaso la muerte más incomprensible que la vida? Nos vamos con la eterna, la angustiosa pregunta en los labios y en los ojos. ¡Tan angustiosa, tan mezclada con el dolor y el espanto fúnebre que compartimos con las bestias! Y sufrimos de lo que ellas quizá no sufren, de la imagen de nuestro cuerpo convertido en podrida carroña, de nuestras pupilas cegadas para siempre por la gusanera, de nuestra boca que tembló contra la boca de la mujer y gritó y cantó al sol, condenada a comer lodo en el negro sumidero. Los que se han inclinado sobre el abismo y aseguran haber oído una respuesta, no oyeron sino el eco de sus propios sollozos. A los que han escuchado en silencio, ha contestado el silencio. No son los vivos los que tienen la clave de las tumbas.
Basta la proximidad de la muerte para que sintamos la mentira de las soluciones metafísicas y religiosas. Nos vamos, y no sabemos adonde. Pero tampoco sabemos de dónde venimos y dónde estamos. Un profundo instinto nos advierte que de la ciencia no saldrán sino certidumbres negativas y siniestras. Gracias a la ciencia, nuestras manos se incrustan más y más adentro en la realidad exterior y nos hacemos más fuertes; gracias a ella, en cambio, la realidad exterior nos penetra con el frío de sus leyes fatales, y nos oprime bajo su zarpa inmóvil el cerebro, haciéndonos más duros y más tristes. La ciencia nos arma para la vida, y nos desarma para la muerte.
¡Ay! Queremos la paz. No la alegría, no la felicidad, sino la paz, es decir, queremos librarnos del miedo a la muerte. Ese miedo es el fondo de todas nuestras cobardías íntimas, de todas nuestras verdaderas derrotas, de todo lo que no nos perdonamos. El que no consiguió nunca dominar ese miedo comprende que su vida ha sido totalmente inútil. Y siendo absurdo buscar la paz por medio del pensamiento, debemos buscarla por medio de la acción, a semejanza de los santos y de los héroes. La acción hiere al Universo, y tal vez, a ciegas, logremos despertar y obligarle a mudar de rumbo. El heroísmo sube a una región en que la muerte y la vida se confunden y se explican la una por la otra. ¿Y cuál es la acción heroica, la acción buena?, interrogaréis. ¡Ah!, imposible equivocarse. Es la que nos permite pensar sin terror en la muerte.
Hagamos, pues, el bien. Aprovechemos el secreto remedio para afrontar en calma lo desconocido. Ya que es necesario marcharnos, marchémonos en paz.
¡ Pobre Blíxen! Se fue. Y también nosotros nos iremos, como dice la copla,
y no volveremos más...

LA BENEFICENCIA

LAS INSTITUCIONES de beneficencia se multiplican y se perfeccionan. Las vemos crecer rápidamente. Cada vez remediamos en mayor escala la extrema miseria, la ignorancia y el vicio, el abandono de los niños, la vejez, la enfermedad, los accidentes del trabajo. Nótese que la acción individual, pese a los Carnegie y a los Morgan obstinados en hacerse perdonar, a fuerza de donaciones, sus monstruosas fortunas, es mucho menos importante que la acción colectiva. De una parte el Estado, sin dejar de invertir sumas inmensas en el aniquilamiento de las razas —presupuestos de guerra— dedica fondos cada vez más copiosos a la asistencia pública; de otra parte, el proletariado aprende a defenderse por sí, con el instrumento cooperativo, organizando servicio médico, dispensarios, sanatorios, reservas de toda clase para la lucha económica.
Conviene advertir que no se trata de caridad ni de amor al prójimo, sino del provecho común. No confundamos el altruismo con el egoísmo del conjunto. En enero de este año empezó Inglaterra a pagar las pensiones a los ancianos pobres. Muchos quisieron cobrar en persona la primera cuota y se arrastraron a las oficinas. Tres murieron de conmoción cerebral. Si fue la alegría, pase; es un caso en que el placer del siervo se manifestó superior al del amo; Schopenhauer se hubiera sorprendido. Si fue de agradecimiento, se equivocaron. La beneficencia moderna es una función necesaria, en que ni el que recibe tiene nada que agradecer, ni el que da tiene nada de que ufanarse. ¿Caridad, cuando vivimos de la semi-esclavitud de los trabajadores? ¿Amor, cuando lo normal no se concibe sin la base del odio y del miedo, y todo nuestro progreso consiste en haber sustituido la ferocidad por la codicia, la agresión inmediata por la agresión calculadora, la sed de sangre por la sed de oro? En las sociedades fundadas en la esclavitud entera, hubo beneficencia también; las "eranias", las "tiasias" griegas, accesibles a los esclavos, eran aparentemente asociaciones religiosas, en realidad de socorros mutuos. La ley ateniense concedía un óbolo diario a los enfermos desvalidos. En cuanto a Roma, la magnífica cruel, la que se divertía despanzurrando infelices con la zarpa de sus felinos, tuvo sabias instituciones benéficas y poderosas corporaciones gremiales. Flexibilicemos la inteligencia, viendo a Nerón preocuparse por los menesterosos, y consagrar grandes cantidades en entierros gratuitos. ¿Qué importa que los hombres se aborrezcan, si al fin se ayudan; si al fin comprenden que es indispensable una disciplina de náufragos?
El amor puro no sería tan eficaz. ¿De qué servirían en nuestros hospitales los santos de la Edad Media? Una María Alacoque, aquella que con la boca limpiaba los pisos, no vale lo que el último enfermero de una clínica. La bienaventurada había llegado, de éxtasis en éxtasis, a quedarse tan imbécil, que "la ensayaron para la cocina, y hubo que renunciar, todo se le caía de las manos", según cuenta su respetuoso biógrafo, monseñor Bougaud. Lamer las llagas para ganar el cielo no es lo que nos hace falta, sino curarlas con regularidad. El milagro es demasiado caprichoso; socialmente, su efecto es casi nulo. Sin duda que para resucitar a Lázaro es preciso el amor de Jesús; pero ¿en qué nos ayudaría resucitar a un Lázaro cualquiera cada medio siglo? ¿No es preferible apelar a procedimientos más prosaicos y más dóciles? La humanidad no merece salvarse de golpe, sino ruin y penosamente. No somos dignos de que nos salve el amor, sino la ciencia. Hagamos de la práctica del bien un oficio lucrativo, honroso y libre de apasionamientos. Si los dedos del cirujano temblaran de compasión, serían menos útiles.
Procuremos cuidar la salud de las gentes como un juicioso criador de ganado cuida la de sus bestias. Si conseguimos por el mismo salario obreros mejor construidos, capaces de resistir mejor al uso, habremos adelantado nuestra cultura y elevado nuestro nivel moral. Lo bello, lo justo, es que nos volvamos más hábiles, más pacientes en la labor, sin que robustezcamos en exceso nuestras almas. Evitemos todo romanticismo, todo misticismo, todo sueño desordenado. Seamos máquinas honestas. La beneficencia es un buen negocio. ¿Acaso las compañías de seguros indemnizan por piedad? La beneficencia es el seguro de la civilización.

INTELECTUAL

ESTOY satisfecho. Conozco a un intelectual auténtico, que me honra con sus confidencias. Es un joven sucio y elocuente. Ayer me llamó en el café y me habló de este modo:
—Soy el único intelectual desde que murió Verlaine. ¿ Los demás?, ¿qué importan que tengan talento? Son talentos industriales. Vea usted a Blasco Ibáñez y a Anatole France, dando palmaditas al potro porteño, herrado de oro; véales hacer muecas almibaradas para que las señoras vayan a las conferencias, o siquiera paguen las localidades...
—¡Oh! —protesté.
—Sí, señor —prosiguió el intelectual, echando furiosamente azúcar en su taza—. Esos caballeros explotan su chacra literaria con abonos químicos, y consiguen fabricar por año un volumen, vendido previamente. ¿Intelectuales? ¡Nunca! ¿Sabe usted lo que es un intelectual, lo que soy yo, por ejemplo? El que reduce el universo a ideas. ¿Y quién confiará un centavo al infeliz que padece semejante enfermedad? Yo arrastro sobre mí ese estigma indeleble. Cuando empecé a hacer un uso inmoderado de mi inteligencia, no sospeché lo que me esperaba. Hoy es ya tarde. Debí haber comprendido que el espíritu pertenece a los órganos vergonzosos del hombre, y que también existe el libertinaje de la razón. La costumbre de pensar a todas horas tiene algo de vicio bochornoso ante el común de las gentes, y me ha convertido en un ser inútil, a veces nocivo, odiado, despreciado...
—Exagera usted.
—El intelectual puro, señor mío, es un bufón serio, un loco tranquilo con el cual las personas normales y equilibradas se divierten cuando el desdén se lo permite. Un filisteo, un beocio, un burgués, o como ustedes lo llaman: un prudente ciudadano, vendrá a oírme a mi mesa, a pasar el rato, porque yo hago lo mismo que el mar y las puestas de sol, lanzo la belleza sin mirar adonde, y no trafico con mi genio, colocándolo a tanto el centímetro. Charlo, ¿entiende usted?, como charlaron los verdaderos intelectuales, desde Sócrates a Barbey, ante cualquier auditorio, o lo que es mejor, sin auditorio, y si algún escriba me escucha y quiere conservar mis frases para la posteridad, allá él. Ahora voy a explicarle a usted por qué me persiguen y me odian.
—¡Bah! Nadie le odia.
—Me odia el Estado, y hace perfectamente. Como llevo dentro de mi cráneo un átomo de lógica absoluta, es decir, la chispa inicial que andando el tiempo y a través de la mecha inerte de las masas, concluye por hacer estallar las bombas, soy el enemigo del Estado. El Estado es práctico, y la lógica no lo es. El pensamiento en sí es una energía anarquista, puesto que no es pensamiento lo que sustenta el orden sino los intereses, y no cabe duda que si aplicáramos las reglas del buen sentido a la política, la sociedad se hundiría en una catástrofe espantosa. Antes, a nosotros, los intelectuales se nos quemaba vivos. En esta época aciaga se sigue otro sistema: se nos mata por hambre. Así resulta que no puedo saldar con el mozo la miserable factura de una taza de café.
Alargué un billete de cinco pesos al intelectual, y me despedí cordialmente.

INSUBORDINACIÓN

EL CONSEJO supremo de guerra —supremo, ¡ay!— ha castigado al conscripto Gismani, de Paraná, con tres años de presidio. Se trata de una insubordinación. Parece que es un crimen terrible. ¿Qué ha hecho Gismani? Dirigir frases ofensivas a su sargento. ¿Por qué? Esto no interesa mucho al consejo supremo, pero de la misma sentencia se deducen algunos antecedentes. La familia de Gismani tramitaba la excepción. "Está probado que Gismani padece de una bronquitis asmática crónica... El sargento Pedroza oyó decir, durante el descanso, al soldado Gismani, que aunque le dieran de palos no trotaría más por no poder ya hacerlo, y entonces mandó formar inmediatamente y ordenó diversos movimientos al trote... El soldado Gismani, después de dar algunos pasos al trote, terminaba dicha instrucción al paso, contestando al sargento Pedroza, que cada vez le gritaba que trotara: «no puedo trotar, mi sargento...»"
Si el consejo hubiera sido menos supremo y más humano, habría dicho: "Gismani, eres un mártir, Pedroza, eres un bestia. Que cuiden a Gismani y que apliquen un bozal a Pedroza. ¿Y qué ejército es ése donde los enfermos trotan mientras se averigua si pueden trotar o no? ¡ Remédiese tanto desatino!" Por desgracia, el consejo estaba formado de héroes, y según su ley de hierro la insubordinación privaba sobre lo demás. Insubordinarse contra la justicia, contra la piedad, contra los derechos del dolor no es tan grave como insubordinarse contra su sargento. Tres años de presidio. Y gracias. Un conscripto es muy poquita cosa ante un consejo supremo de guerra. Si Gismani hubiera tomado la precaución de ser general, habrían respetado su bronquitis. Ya lo ha observado Clemenceau: "Guando un soldadito da un puñetazo a su sargento, se le fusila; el honor del ejército lo quiere. Mas cuando los grandes jefes, todo galoneados de oro, faltan a su deber, el honor del ejército no permite que se les pida cuentas"* Clemenceau aludía a la expedición francesa de Madagascar, donde sin combatir murió cerca de la mitad de las tropas, por la ineptitud de los superiores. Yo no aludo a la Argentina, ni a nadie; recuerdo que el rigor de los tribunales se reserva preferentemente para los pobres, para los inofensivos. Es un hecho común. Los fuertes no serían fuertes si no impresionaran al juez. Por otra parte, Gismani era estudiante y repórter. Era con razón sospechoso. Un intelectual en un cuartel es ya una insubordinación presunta. La inteligencia es sediciosa. Siendo difícil desterrarla de la vida civil, suspendámosla siquiera en las filas, o dejarán de ser filas —alineación de cráneos y de mentes— para ondular como un látigo. Y quizá Gismani era algo peor: un original. ¿Concebir un original haciendo el ejercicio? ¿Un poeta trotando a la voz de orden? ¡ Cuánto desprecian, y con cuánto motivo, a esos soñadores, a esos cobardes, los varones auténticos, educados en la escuela del sargento Pedroza!
—"¡Trote usted! —¡No puedo!" Hay que obedecer, sin embargo; hay que trotar, aunque el asma te ahogue. No eres un asmático, eres un recluta. Habrías de trotar aunque no tuvieras piernas. El sargento es Dios. Para Dios no hay imposibles. Resucita a los muertos y los hace trotar. ¿No trotas? Tres años de presidio. Detrás del sargento-Dios está la sociedad llena de espanto; si el sargento pierde sus atributos celestes seremos todos aniquilados, raídos de la faz de la tierra. La autoridad del sargento es nuestro talismán precioso. Conservémoslo. ¡ Tabú, tabú! En cuanto a la justicia... es una preocupación de anarquistas. Pretender que sea justa la máquina de guerra, es ocurrencia de locos. Una espada es justa si corta bien. Hubiera yo deseado discurrir sobre el asunto Gismani, no como militar, sino más modestamente: como hombre. Me detiene el peligro de pasar por dinamitero. ¡El buen sentido es tan revolucionario! No es tiempo aún de que la humanidad sea humana. La Nación, de Buenos Aires, en cambio, no se resigna. Propone para Gismani el indulto. "No tiene otro objeto esta atribución del presidente, de la República, dice, que impedir cualquier error posible, cuando las disposiciones generales de la ley, aplicadas en un caso particular, resultan contrarias a la inspiración de la justicia". Enternece la humildad con que se confiesa que las leyes son injustas, a la vez que sagradas. Si conducen a monstruosidades demasiado intolerables —caso Gismani— queda el recurso de implorar de rodillas, ante el señor presidente, una excepcional contraorden, una gracia, un milagro. Así la justicia es, entre nosotros, de índole milagrosa. La justicia debe administrarse muy de tarde en tarde, so pena de debilitar profundamente el organismo social. El primer magistrado —indulte o no a Gismani— comprenderá que su poder se funda en la intangibilidad de los sargentos, y que aplicar con exceso la justicia sería antipatriótico.

LA OBRA QUE SALVA

CASI SIEMPRE que el telégrafo nos anuncia el fallecimiento de un hombre ilustre, se nos advierte que el condenado trabajó hasta el fin. Coquelín estudiaba el papel que le había confiado Rostand; Mendés escribía una comedia; Nogales, ciego a consecuencia de la enfermedad que le aquejaba, dictaba artículos a su hija. No cito sino desgracias recientes. Esos cadáveres, con la herramienta en la crispada mano, nos dan una lección.
Nos es permitido creer que el trabajo es indispensable a la escasa felicidad que puede encontrarse en la vida. No el trabajo esclavo, el trabajo que repite, sino el trabajo libre, el trabajo que crea. El primero es una inútil tortura, y la mayor parte de nosotros estamos sujetos a su ignominia; el segundo es una emancipación gloriosa; y Dios, al contemplar de qué modo ha embellecido y ensanchado el universo, aquello que por castigo nos impuso, debe de estar lleno de asombro. Deseemos que en el porvenir sean las máquinas las que sé encarguen de ejecutar inhumanas labores, libertando la inteligencia del obrero servil, y haciéndole partícipe de la alegría máxima. Sin duda sería mezquino y vano pretender vivir sin dolor; nada tan despreciable como el ser que consiguiera mantenerse indiferente o satisfecho ante el espectáculo de las cosas. El dolor es un elemento normal en el mundo. No sufrir es un síntoma patológico. O los nervios se desorganizan, o el alma se pudre. Se trata de utilizar el sufrimiento, y sobre todo se utiliza lo que se ennoblece.
La vida es un drama misterioso. No lo comprendemos, pero conocemos bien los instantes en que la acción se vuelve decisiva y suprema, y sabemos, vendados los ojos, que en cierta medida de nosotros depende aumentar la hermosura del destino. ¿De qué manera? Siendo lo que somos, realizándonos, renovándonos en la obra. Nacemos con inmensos tesoros ocultos, y la verdadera desdicha es la de hundirnos en la sombra sin haberlos puesto en circulación, así como la dicha verdadera consiste en la plenitud del organismo entregado por entero a lo que no es él. La solución egoísta es la peor, porque es insignificante. ¡ Qué tristeza, llegar intactos y con los bolsillos repletos a la tumba! No defraudemos a lo desconocido. No desaparezcamos a medio consumir. Que la muerte nos sea natural.
En la lucha por afirmarnos y prolongar nuestro grito, disponemos de recursos muy superiores a los de otras especies. El animal vence al tiempo gracias al amor físico. Nosotros poseemos además la prodigiosa matriz del genio. Y convenzámonos de que todos, microscópicos o gigantes, tenemos el genio; todos traemos algo nuevo a la tierra. Hay que descubrirlo; hay que beneficiar el metal del espíritu, y trabajar es trabajarnos. El sexo asegura la carne de la próxima generación, y el genio prepara los materiales para el genio futuro. Sin el trabajo que edifica y conserva la cultura de hoy para el trabajo de mañana, la humanidad estaría detenida en un perpetuo comienzo. Nuestra persona continuaría, por breve espacio, y fragmentariamente, representada en nuestros hijos, que a veces son nuestra antítesis, y a veces nuestra caricatura. Combatiríamos al azar, privados del monumento, de la estatua, del cuadro y del libro, naves sublimes con que cruzamos el océano de los siglos.
Es por la obra que nos ponemos en contacto con la enorme esfinge. No es seguramente como espectadores que descifraremos el enigma de la realidad, sino como actores. El trabajo hace la autopsia. No extrañemos la calma con que los héroes del arte y de la ciencia aguardan el término necesario de sus tareas. Para ellos, para su sensibilidad maravillosa, la vida es un viaje divino y resplandeciente: mueren fatigados y encantados; así se duermen los niños en la mesa, sobre sus cuentos de hadas, cuando viene la noche. El mayor problema filosófico es reconciliarnos con la muerte, y quizá lo resolvamos mediante la obra. De la adoración a la obra propia, nos elevamos al culto de la obra colectiva. Pensaremos en lo pobre, en lo ruin que sería a la larga una sociedad de inmortales, aunque estuviese compuesta de Newtons, Horneros y Césares. Pronto agotaría sus recursos; pronto giraría, estéril, en la presión de la forma única, y reclamaría desesperada una salida hacia la negra inmensidad. Entenderemos que la muerte es la gran renovadora, que no es ella quien nos destruye, sino quien nos engendra, y acogiendo maternalmente los trabajos de las venideras centurias, no sólo diremos, como el poeta a su poesía: "Ya puedo yo morir, puesto que tú vives"; diremos también: "¡Muramos contentos para que vivas tú, oh poesía universal!”

RETORNO